EL SANTO GRIAL EN ARAGÓN. V
Dámaso Sangorrín
Diest
(Deán de la
Catedral de Jaca)
Publicado por
primera vez en la Revista Aragón,
año III - nº 26,
Zaragoza, noviembre de 1927
De Huesca a San
Juan de La Peña
Holgaría todo
este capítulo -que, además, tendrá que ser largo- si quien lo escribe atuviera
cómodamente a explicar la presencia del Santo Cáliz en S. Juan de la Peña,
utilizando lo que han dicho varios y notables autores, como Briz Matínez,
Mariana, Abarca, Blancas, Carrillo, Flórez, etc. copiándose unos a otros y
apoyándose todos en una frase a todas luces falsa del documento del rey D.
Martín al recibir el venerado Vaso, la cual dice "que el beato Lorenzo lo
envio con carta suya al Monasterio de S. Juan de la Peña, en las montañas de
Aragón": y no atreviendose esos escritores a creer ni a hacer creer que ya
existiera el Monasterio en tiempos de S. Lorenzo (por más que la credulidad
pública entonces era campo abonado para las osadías de este género), le dan
otra forma más viable a la frase y dicen: o dice por todos el citado Briz
"que el Cáliz del Señor lo subieron a S. Juan de la Peña los obispos de
Huesca: ellos lo tenían en su iglesia por haberlo enviado S. Lorenzo a su
patria, que es aquella ciudad, apartado por solas nueve leguas de este
Monasterio". Pero como tampoco es admisible este arreglo del primitivo
error, o sea la insinuación de que el último obispo de Huesca, fugitivo cuando
la invasión sarracena, ni mucho menos ninguno de sus antecesores, ni alguno de
sus sucesores hasta el final del siglo XI subiera el Cáliz a S. Juan de la
Peña, como iremos viendo oportunamente; por esto habremos de proceder un poco
más despacio, averiguando en lo posible el camino que siguió el sagrado Vaso
antes de llegar al Monasterio Pinacense, aunque esta investigación -que no
tiene pretensiones de ser completa, pero sí de ser honrada y veraz- se
prolongue más de lo que el paciente lector y el autor mismo quisieran.
Con esa
expresión errónea que le dictaron al secretario de D. Martín en el famoso
documento los monjes de S. Juan -que quizá no la creían ellos mismos- parece
que se proponían dos cosas: añadirle a su Cenobio algunos siglos de antiguedad,
y suprimir de un plumazo 360 años de la historia del Santo Cáliz, que eran asaz
inquietantes para la legalidad de su posesión del célebre Grial. De haber
existido cuando la invasión de los árabes el Monasterio en la cueva del Monte
de San Salvador- que así se llamó y sigue llamándose el que muchos
equivocadamente dicen monte Pano- no habría sido imposible ni extraño que se
hubiera refugiado allí el obispo de Huesca con el sagrado Vaso, y así lo poseía
de primera mano y con cierta legitimidad el Monasterio: pero como éste no tuvo
vida regular y conventual hasta bien entrado el siglo X, o mejor hasta
principios del XI con la reforma que introdujo el rey D. Sancho III, y ni la
pobreza de los edificios que pudiera haber antes en la cueva (que les podemos
conceder de antigüedad hasta la mitad del siglo IX escasamente) ni la vida eremítica,
independiente y disgregada, de los anacoretas que allí estuvieran, ofrecían
adecuado albergue para los obispos y garantía suficiente para un depósito tan
valioso como el Cáliz del Señor, hay que creer que no llegó a S.Juan de la Peña
por ese medio tan directo y tan fácil que de tan fácil se hace extraordinario y
sospechoso, sino por los rodeos que impusieron las vicisitudes de los tiempos
Las nueve leguas
de distancia que decía el Abad Briz, y las diez o doce horas que pudiera tardar
en recorrerlas el portador del Cáliz desde Huesca al Monasterio, se van a
convertir en equis leguas (cuarenta, cincuenta, ochenta, ...) y en más de tres
siglos y medio de tiempo: cantidades tan respetables que no es posible ni
conveniente despreciarlas.
Sigamos nuestro
camino.
Con el Santo
Cáliz vinieron de Roma a Huesca otros dos muy venerables objetos, que son como
testigos de su autenticidad: una carta de S. Lorenzo y un pie del mismo
glorioso Mártir. La carta se ha perdido; el pie todavía existe.
De la carta de
S. Lorenzo consta en el documento de entrega del Santo Cáliz por el Monasterio
Pinatense en 1399, como veremos en su legar. Es muy natural que el santo
Diácono, al entregarles a sus compatriotas la venerada Copa para que la
llevasen a Huesca, les diera por escrito noticias de ella -que equivalen a una
Autentica- y el nombre de la persona a quien iba dirigida. Si esa misiva era
para su padre (cosa muy racional) o para otra persona de su intimidad o de su
clase eclesiástica, no se sabe, ni es fácil que llegue a saberse jamás: lo
único cierto hasta ahora es que existió la carta y que ni ella ni el santo
Cáliz pudieron ir a parar desde luego al obispo de Huesca, porque no lo había,
ni a ninguna iglesia pública, que tampoco existían en Huesca en aquel siglo. Es
muy explicable la pérdida de la carta de S. Lorenzo: recibido en Huesca el
sagrado Cáliz y constándoles por ella su legitimidad y excelsitud, quizá
conservasen algún tiempo el documento fehaciente para extender entre los
cristianos la veneración que merecía tan insigne prenda, aunque con el secreto
y precauciones que imponían aquellos tiempos de general persecución; pero ya,
cuando ésta cesó y se declaró legal la religión crisyiana por el edicto de
Constantino de principios del siglo siguiente, y se divulgó en toda la región
la noticia del Santo Cáliz y el respeto y devoción con que los oscenses lo
veneraban, ya no creyeron necesaria la carta auténtica del insigne Diácono,
porque ni remotamente pudieron sospechar aquellos buenos fieles que habría de
venir un tiempo en que Huesca perdiese la sacratísima Reliquia, y que en los
futuros siglos llegara a ponerse en duda su altísimo origen. Pudo también
conservase la carta hasta la época del rey D. Martín como compañera y testigo
del Santo Cáliz, aunque se ve muy dudosa su conservación en aquellos azarosos
tiempos; pero desde el inventario de las alhajas de ese monarca, ya no consta
en ningún documento su existencia.
Otro testigo nos
queda que acredita a su manera la autenticidad de nuestro Cáliz, y es el pie de
S. Lorenzo. Pocos días, quizá pocas horas tuvieron que esperar los emisarios
para poderle traer a S. Orencio una reliquia de su santo hijo Mártir con su
carta y el Cáliz del Señor. Abrasado y deshecho el cuerpo de S. Lorenzo, no les
debió ser muy difícil conseguir una parte de él, la menos carbonizada, para
llevársela a su patria como recuerdo del glorioso -aunque humanamente horrible-
martirio de su ínclito paisano, y eligieron un pie: el cual hasta el día de hoy
se conserva y con evidentes señales de haber sido quemado, según técnicos
informes. Los que he podido recoger de la misma Villa de Yebra donde se venera
esta importante reliquia, son éstos: La guarda una cajita de plata en el altar
mayor de la iglesia parroquial, junto a otra urna más grande que contiene la cabeza
de Santa Orosia: es el pie derecho, sin piel ni tejidos carnosos, maltrecho e
incompleto, pues los dedos tercero y cuarto con sus uñas y restos ligamentosos
están en un pequeño relicario aparte: faltan también la primera falange del
pulgar, los huesecillos tarsianos astrágalo y calcáneo y uno del metatarso:
todos los demás continúan articulados entre sí, ennegrecidos y con señales
indudables de la acción del fuego (tal vez menos destructora para este caso que
la acción de la devoción indiscreta, en lo que falta para la integridad del
pie). Con estos datos, ciertos y reales, consigno también la leyenda que narran
los de Yebra para explicar su posesión de esta reliquia: Dicen que el diácono
que la traía de Roma la dejó depositada en la iglesia, y cuando al día
siguiente quiso recobrarla para continuar su camino, alegaron los del pueblo
que había perdido todo derecho a ella por haber estado más de 24 horas en su
poder, y se negaron a devolverla. Intervino el obispo de Huesca en la cuestión,
y por todo arreglo accedieron a darle un dedo al reclamante, vengándose éste
con ponerles a los de Yebra el apodo de gabachos, que aún les dura. Esta
leyenda que, como la mayor parte de las que corren por el mundo, sobre un fondo
de realidad histórica aglomera detalle heterogeneos y anacrónicos, quiere
explicar a su modo la procedencia del dedo del insigne Mártir que poseen en
Huesca (que no es de este pie) aunque consta con toda certeza que no fué así,
sino que lo trajo de Roma D. Jaime II y lo regalo a la Basilica de S. Lorenzo,
movido de la especial devoción que le tenía al Santo por haber nacido en su
día, 10 de Agosto.
Después de la
espantosa y general persecución de Valeriano, en la que sufrieron el martirio
S. Sixto y S. Lorenzo, vino un periodo de relativa tranquilidad para los
cristianos bajo el imperio de sus inmediatos sucesores, llegando a permitirse
la edificación de algunas iglesias y hasta admitir sin reparo a los cristianos
en cargos importantes de las milicias romanas. Así pasó, casi felizmente, para
los españoles se segunda mitad del siglo III, aunque siempre con el temor de
que una nueva orden imperial reprodujese las violencias y expoliaciones
anteriores como así ocurrió a principios del IV en la última y más terrible de
las persecuciones, que fué la decretada por Diocleciano y Maximiliano hacia el
año 303.
Afortunadamente
para nosotros -para nuestro Cáliz de Huesca, que es lo que nos interesa ahora-
aquella persecución tuvo más de fanatismo que de codicia, y se cebó en las
personas cristianas de mayor relieve, ya que no podían contar los tiranos con
que aún poseyera la iglesia de Cristo grandes tesoros después de los saqueos
anteriores. Pero fué gloriosisima para nuestro país en el sentido religioso,
pues produjo mártires tan insigne como el Diácono Vicente de Huesca, Lamberto,
Engracia y sus compañeros y los Innumerables de Zaragoza. Vino luego el Edicto
de Milán y la paz de la iglesia - un momento turbada después en algunos países
por el Apóstata Juliano - y así continuaron los cristianos españoles progresando
en la fe y en el culto sin grandes perturbaciones hasta la irrupción de los
bárbaros del Norte.
Dominada esta
comarca por los visigodos a principios del siglo V, estuvo bajo su poder hasta
la invasión de los árabes en el VIII. En esos tres siglos no sufrieron nuestros
cristianos persecuciones al estilo de las imperiales de los romanos, pero algo
padeció la Iglesia en su fe por la herejía del arrianismo que muchos de los
monarcas visigodos profesaron. Restaurada y consolidada la política cristiana
con Recaredo, vino a enervarse en tiempos de sus sucesores el vigor de la
disciplina social, llegando a plena decadencia en Ervigio, Witiza y Rodrigo, y
dando ocasión a que los árabes mahometanos, que ya dominaban la Mauritania,
pasaran el Estrecho y destruyeran con asombrosa facilidad y rapidez el imperio
visigótico. En esa época de trescientos años, el único peligro serio para
nuestro Cáliz fué el de caer en manos de Childeberto , aquel rey de Paris que
se llevó sesenta cálices artísticos de oro de las iglesias de España, para
"restituirlos" a las de Francia y para servir de modelos a los
orfebres de su nación: pero, o no pasó por Huesca el famoso cleptómano
coleccionador de cálices ricos, o no quiso Dios que tuviera noticia del
nuestro.
Despues de morir
S. Orencio -si nos decidimos a creer que este santo fué quien recibió en Huesca
el sagrado Cáliz con el pie de su hijo - o cuando la leyes permitieron el culto
cristiano y la edificación de iglesias, es natural que se depositaran en alguna
de ellas el Cáliz del Señor y el pie de su glorioso Mártir para darles el culto
correspondiente. Luego se erigió la diócesis oscense con sede episcopal en la
Ciudad "vencedora" (se ignora en qué fecha) siendo Vincencio el
primer obispo que se tiene como cierto (año 553), pues no debemos perder el
tiempo en discutir ni en consignar siquiera los obispos que inventaron como
anteriores a él los falsos cronicones del fingido Auberto Hispalense. A
Vincencio le sucedieron cinco prelados más antes de la invasión sarracena,
todos indudables, según aparecen sus nombres y su cargo en documentos del
Archivo catedral oscense y en sus subscripciones de presencia en los Concilios
de Toledo; constando el último de esos cinco Gadiscaldo o Gadisclo (tal vez
Acisclo) que era obispo en 683 y tenía por Vicario a Audeberto en 693. En poder
de esos prelados, o por lo menos bajo su inmediata vigilancia estuvo el sagrado
Cáliz los 160 años últimos de la dominación visigoda.
Parece ser un
hecho comprobado que las primeras iglesias públicas que se construyeron en
Huesca, cuando lo permitió la tranquilidad de los tiempos bien entrado el siglo
IV, fueron las de S. Pedro y S. Lorenzo, que todavía existen con los mismos
títulos, aunque con renovada edificación. No hay ninguna razón que nos impida
creer que la de S. Pedro se llamó así en memoria de Principe de los Apóstoles,
como primer depositario del Cáliz del Señor y fundamento de su conservación en
la Iglesia cristiana: (ya veremos otros indicios como éste). La iglesia de S.
Lorenzo lleva claramente en su nombre la causa de su advocación. ¿Será
extraordinario o fantástico el suponer que en la de S. Pedro se veneró el
sagrado Cáliz del Maestro, y en la de S. Lorenzo la reliquia del insigne
Tesorero que lo envio?
Poco más de
doscientos años había poseído Roma el Santo Cáliz: cuatrocientos cincuenta
estuvo en Huesca. Salió de Roma para no caer en Manos de los perseguidores de
la Iglesia, y por igual motivo salió de Huesca a principios del siglo VIII.
De aquí en
adelante la historia del sagrado Cáliz es más fácil de seguir, porque se van
haciendo cada vez más breves los períodos en que podemos dividir su existencia
conocida, y vamos hallando con más frecuencia testimonios y monumentos que la
comprueban: pero siempre bajo el secreto y misterio que parecen ser el sino
providencial del Vaso sacratísimo de Jesús. Oculto y secreto los primeros días
en Jerusalén con los Apóstoles propter metum judaeorum, por miedo a los judíos;
secreto y bien guardado en Roma por causa de las persecuciones; oculto y
misterioso en Huesca hasta la paz de la iglesia; secreto y oculto en la odisea
que emprendieron los obispos y fieles cristianos fugitivos por los Pirineos
aragoneses; secretamente, casi furtivamente llegó a S. Juan de la Peña; rodeado
de misterioso culto -inspirador de leyendas- lo guardó el Monasterio más de
trescientos años, hasta que salió de él para caer pronto en el secreto y
encierro de los archivos y sacristías, inaccesible al culto popular en
mansiones regias muchos años, muchos lustros; tuvo una época brillante de espléndida
adoración en Valencia por más de dos siglos, volviendo en los presentes a un
estado de recogimiento y secreto excesivo tal vez, que fácilmente habría
declinado hasta el olvido si la ópera de Wagner no hubiera hecho revivir su
nombre y sus leyendas en todo el mundo.
Cuando la
invasión de los árabes y la consiguiente devastación de nuestra Península, que
los historiadores llaman "la pérdida y ruina total de España"
-devastación que, dicho sea de paso, no debió ser únicamente producida por los
invasores, pues no es creíble que se empeñaran en destruir y arrasar todo el
territorio que querían poseer y disfrutar luego en paz, sino efectuada en gran
parte por las innumerables turbas de gentes revoltosas del páis, cansadas de la
tiranía y de los procedimientos exclusivistas de los visigodos y acostumbrados
a la vida de libertinaje y anarquia en aquellos tiempos de relajación del orden
y de ausencia de autoridad -; cuando esa invasión mahometana se convirtió en
persecución religiosa, luego de derrocado fácilmente el escaso poder militar
del gobierno visigótico, huyendo los fieles cristianos con sus obispos y
sacerdotes a refugiarse en las montañas y parajes que creyeron seguros,
llevándose "las cosas sagradas y las reliquias de los santos", para
librarlas y librarse ellos de la perdición que les amenazaba.
"En poco
más de dos años -dice nuestro cronista Marineo Sículo- ocuparon los moros casi
toda España, excepto algunas comarcas de Asturias, Cantabria, Vasconia y
Pirineos de Aragón, defendidas por la naturaleza y fragosidad del terreno: a
ellas huyeron muchos cristianos para profesar libremente la religión, llevando
consigo Res sacras et Sanctorum reliquias, las cosas sagradas y las reliquias
de los santos". - "E los obispos- escribía Alfonso el Sabio de
Castilla- fuxieron con las reliquias e se acogieron a las Asturias".
Un episodio
glorioso de esa fuga de los cristianos con sus obispos y cosas sagradas,
íntimamente relacionado con el Santo Cáliz y el pie de S. Lorenzo, lo tenemos
en las Actas de nuestra Patrona Santa Orosia, examinadas y aprobadas
definitivamente hace 25 años por la autoridad suprema de León XIII, fijando la
fecha histórica del martirio y terminando de una vez de modo ya indiscutible
las controversias seculares que sobre este punto se habían suscitado.
"La Virgen
Orosia -dice la Lección aprobada por la Iglesia- tan ilustre por sus virtudes
como por la nobleza de su estirpe, triunfó (sufrio el martirio) de la crueldad
de los sarracenos en el siglo octavo, dando su vida por la fe. En el tiempo en
que muchísimos cristianos se refugiaban en los montes Pirineos, llevando
consigo las cosas sagradas para librarlas de la codicia de los moros, que ya
venían saqueando las regiones meridionales de España, Orosia y su respetable
comitiva se retiraron a un alto y áspero monte próximo a la ciudad de Jaca (el
gran macizo de Ontoria al N. de Yebra) y habitaron algún tiempo en una cueva de
la misma montaña. Pero aumentando rápidamente el avance de los enemigos y su
persecución contra los cristianos hasta llegar a la misma región pirenaica, fué
descubierto por los sarracenos el lugar del refugio. Enterado el jefe del
origen ilustre de la doncella y prendado de su belleza, hizo toda clase de
tentativas para conquistarse su amor. Pero ella, ni atraída por las promesas ni
vencida por las amenazas, confesó que era cristiana y que su único amor era su
Dios. Irritado el tirano con esta respuesta, la mandó atormentar cruelmente y
después cortarle los pies, las manos, y la cabeza. Y así dió Orosia su sangre y
su vida, consiguiendo añadir a la corona de la virginidad la palma del
martirio. Los miembros de la santa Mártir fueron esparcidos para ser pasto de
las aves y fieras, pero recogidos con toda reverencia por los fieles,
recibieron sepultura. Y habiendo estado ignorados por muchos tiempos,
descubierto prodigiosamente el sitio del sepulcro hacia el año 1072, fueron
trasladados con gran pompa y colocados en lugar honorífico en la iglesia de
Jaca, que ya gozaba de la categoria de Catedral por el Concilio Jacetano
confirmado por el Papa S. Gregorio VII, dejando la cabeza de la Santa en la
iglesia de Yebra, donde recibe hasta el presente piadosa veneración. El pueblo
fiel, para honrar dignamente los lugares en que Orosia habitó y santificó con
su sangre, además de haber construido al principio una capilla en la cueva,
levantó después otra iglesia más amplia a su nombre en la amena planicie que
hay en lo alto dde la montaña, junto a una fuente que desde entonces llaman
Santa Orosia".
De esta relación
histórica -que, puesto que lleva la aprobación de la Iglesia, no puede negarse
sin temeridad- se deducen para nuestro asunto las verdades siguientes: Que
Orosia y su acompañamiento procedían de la tierra llana de Aragón y se dirigían
a la montaña, huyendo de la persecución de los árabes que venían de Sur a
Norte: Que los fugitivos eran portadores de "cosas sagradas" para
librarlas de la codicia de los invasores: Que llegaron éstos en aquel primer
empuje hasta la región pirenaica, o subpirenaica por lo menos: Que eligieron
los nuestros para su refugio el monte de Yebra y su gran cueva.
No dicen las
Actas quiénes eran las personas que acompañaban más de cerca a Santa Orosia en
su huída, ni siquiera sufrieron con ella el martirio: las investigaciones de
nuestros antepasados, como las confirmaciones o negaciones de ellas por parte
de Roma, se han dirigido siempre y únicamente a la Santa con motivo del culto y
prodigios de sus reliquias que se veneran en Yebra y en Jaca hace más de 850
años. Por antiquísima y venerable tradición sabemos que dos de sus próximos
acompañantes eran su hermano Cornelio y el tío de ambos, Acisclo, Obispo, y que
como ella murieron por la fe. Escribiendo el P. Veneto de los mártires de las
persecuciones muslímicas, al llegar a la "bienaventurada Sancta virgen y
mártyr Eurosia", dice "Cuyo cuerpo es sepultado en Aragón en la
Ciudad de Jacca: pero el martyrio desta Sancta fué en tiempo del Rey Rodrigo,
quando los moros destruyeron a España, los quales la martyriçaron con otros
muchos". Según averiguó el ilustre crítico Fernández-Guerra, el primer
drama histórico español de asunto nacional es el que escribio (1524-30) el
presbítero aragones Bartolomé Palau, titulado "Historia de la gloriosa
Santa Orosia". Los personajes del drama son éstos: Orosia; Arciso obispo,
su tío; Cornelio, su hermano; Muza, caudillo de los moros; Rodrigo, rey de
España; la Cava>/I>, el conde don Julian>/I>. Un poco más esclarece
el asunto el P. Papebroquio en los Bolandos, cuando dice que "la conjetura
de que fuese obispo de Huesca el santo Prelado que la acompañaba, guarda la más
perfecta armonia con la historia general de España y de Aragón y con la
particular de la Santa". En el episcopologio oscense del P. Ramón de
Huesca figura como prelado en los últimos años del siglo VII Gadiscalco o
Gadisclo.
Los tres
nombres, el Acisclo de la tradición, el Arciso del drama histórico y el
Gadisclo del apiscologio, se refieren a una misma persona, o sea, al obispo
fugitivo de Huesca que acompañaba a Santa Orosia. En tantos siglos y habiendo
pasado por tantas manos y documentos su nombre, no es extraño que hayan variado
sus elementos gráficos, aunque conservando la fonética principal de las
vocales, y por eso debemos admitir como más cierto el Acisclo de nuestra
tradición, que además es nombre tan español o hispanoromano como Orosia y
Cornelio. Respecto a éste la tradición secular ha perpetuado su nombre en el
mismo lugar del martirio, llamándose de S. Cornelio hasta el día de hoy una de
las siete ermitas que hay, de trecho en trecho, en el camino que sube desde Yebra
hasta la cima del monte.
Estos personajes
históricos, jefes, y los cristianos de aquella caravana de fugitivos llevaban
"cosas sagradas" para librarlas de la rapacidad de los invasores
"y reliquias de santos"; procedían de la parte baja del pais y se
refugiaron en el monte de Yebra. Entre esas "cosas sagradas", la más
sagrada en sí y que más pudiera despertar la codicia por la riqueza de sus
materiales, no podía ser otra que el santo Cáliz de que era portador el obispo
de Huesca, bajo cuya inmediata vigilancia y de sus antecesores venía recibiendo
adoración hacía más de 450 años; y de todas los reliquias de santos que
llevaban los cristianos oscenses era sin duda la más insigne y para ellos la
más estimada el pie de su ínclito paisano, a quien debía Huesca la altísima
honra de poseer la sacratísima Copa del Redentor.
El pie del
invicto Mártir allí está aún, en Yebra, dando testimonio de la verdad. Oigamos
lo que dice a este respecto el Dr. Castán, Penitenciario que fue de la Catedral
de Jaca, en su razonada crítica acerca de la patria española de Santa Orosia:
"Con nuestros propios ojos podemos comprobar, por lo que a Aragón toca, la
veracidad de estas palabras del célebre historiador (alude a Marineo en la cita
que queda copiada) pues que los pueblos de estas montañas que, como Siresa,
sirvieron de refugio a los obispos, son precisamente los que se distinguen por
el extraordinario número y antigüedad de sus preciosas reliquias. Entre todas
cuantas se veneran en estas montañas, una de las principales es el pie de S.
Lorenzo, que se conserva en la iglesia parroquial de Yebra. ¿Cuál es la
procedencia de tan preciosa reliquia? El P. Huesca nos da la respuesta, cuando
escribe: En la misma iglesia de Yebra y dentro del armario en que se guarda la
cabeza de Santa orosia (ya hemos visto que está aparte) se conserva un pie del
invicto Mártir S. lorenzo. Se cree que esta reliquia tan insigne sería de la
iglesia de Huesca, y que se llevó a las montañas en la invasión de los moros,
como sucedió con otras muchas".
Si el pie de S.
Lorenzo subió de Huesca a Yebra y allí está desde entonces, ¿será arbitrario el
suponer que con él subió también, bajo la custodia del obispo Acisclo, el Cáliz
del Señor? ¿Quién más cerca que el obispo para guardarlo en Huesca, quién más
autorizado para transportarlo en aquel tristísimo éxodo, quién más obligado y
decidido a salvarlo de la profanación de los muslines aun a costa de su propia
vida? Ya que no puede afirmarse terminantemente que este santo obispo y su
sobrino Cornelio dieron su vida por no entregar las sagradas reliquias a los
moros, como la dió Orosia por conservar su honor y su fe, tampoco puede negarse
racionalmente. Conocían sin duda el magnifico ejemplo de S. Sixto y S. Lorenzo,
que habían sufrido el martirio por que no cayeran en manos infieles el santo
Vaso de Jesús y las demás alhajas que poseían la iglesia de Roma, y en el monte
de Yebra lo imitaron cumplidamente salvando de la profanación del fanatismo
musulmán los objetos sagrados que conducián; los que todavía admiramos y veneramos
hoy, aun sin saber cuánto y a quién hemos de agradecer esta fortuna.
Y se salvó una
vez más el Cáliz del Señor, puesto que existe.
Sacrificados los
tres personajes principales de la expedición oscense, Acisclo, Orosia y
Cornelio, por la ferocidad y despecho del caudillo de los invasores- que no
debió ser el propio Muza, como insinúa el drama de Palau, sino alguno de los
jefes secundarios de su ejercito -parece cosa comprobada por nuestra tradición
que los demás cristianos fugitivos, unidos con los montañeses de aquí,
emprendieron vigorosa contraofensiva, favorecidos por la escabrosidad y
conocimiento del terreno, tanto para vengar la muerte de sus directores como
para defender su religión, sus cosas sagradas, sus propios hogares y haciendas
amenazadas por la invasión, y, en todo caso, defender la patria. Me complazo en
hacer constar este generoso movimiento de protesta guerrera de nuestros
antepasados frente a ala primera iruupción de los árabes -primera y única que
hicieron por estas montañas, según está plenamente comprobado- para que no sea
tóda la gloria de la iniciación de la reconquista para Pelayo y sus astures
(sin intención de rabajársela en lo más mínimo) sino que alcance también algo a
los nuestros, que principiaron la resistencia antes que el héroe de Covadonga.
Post magnum conflictum hinc inde initum -dice una de las Actas de Santa Orosia-
"después del gran combate que se libró entre los nuestros y los
moros" debieron éstos aprender la dura lección de que no era tan fácil, ni
de tanto provecho material, el dominar en las montañas como en los campos
abiertos y feraces de la tierra llana: y los nuestros pudieron convencerse de
que el monte de Yebra, de retirada muy difícil y aislado de toda comunicación y
ayuda, no era un lugar muy oportuno para conservarse en él mucho tiempo y
guardar las reliquias sagradas de que eran portadores y defensores. En esta
situación hubieron de decidirse a abandonarlo tan pronto como las
circunstancias de la invasión lo permitieron. Los resultados positivos de este
combate o resistencia ofensiva de los nuestros -aun perdiendo en la primera
acometida a su jefe eclesiástico con sus gloriosos deudos- fueron: librar de la
rapacidad del enemigo el sagrado depósito que llevaban, y detener la invasión
al pie de la región más montañosas, en la cual nunca llegaron a dominar los
moros de modo permanente.
De esta manera
tienen fácil explicación otros dos hechos, al parecer inexplicables: la
existencia del pie de S. Lorenzo en Yebra y el olvido en que quedó por más de
350 años el lugar de la sepultura de Santa Orosia. Cuando aquellos fugitivos
cristianos abandonaron la montaña de Ontoria -nombre que ha quedado para
designar solamente el pico más alto, llamándose ahora todo el macizo
"Puerto de Santa Orosia"- dejaron como recuerdo perpetuo el pie del
glorioso Mártir en la villa de Yebra, que seguramente existia desde los tiempos
romanos con el nombre de Ébora, según se ve en los documentos más antiguos; y
sin tiempo u oportunidad para señalar de modo indeleble el sitio donde quedaban
inhumados los restos de sus gloriosos jefes y compañeros de peregrinación,
tomaron el más escabroso, pero más defendido camino que les llevara a lugar
seguro donde poder depositar confiadamente el sacratísimo Cáliz y las demás
cosas y reliquias sagradas, y eligieron el Monasterio más importante de esta
región, el de Siresa, que ya existía desde tiempos anteriores a estos sucesos.
Están conformes
nuestros escritores antiguos al tratar este asunto, en que residieron en las
montañas jacetanas los obispos de esta comarca, que ya no se titularon oscenses
ni volvieron a Huesca hasta su reconquista a los trescientos ochenta y tantos
años; pero dudan cuáles fueron los lugares donde vivieron y por qué orden,
llegando a nombrar estos cuatro: Sasabe, Siresa, Jaca y S. Juan de la Peña. Los
dos primeros son ciertos, como esta demostrado en documentos legítimos: el que
residieran también en Jaca y en S. Juan, ni se sabe de cierto ni lo creo
posible, y voy a dar la razón brevemente: La ciudad de Jaca no existía desde
aquella primera irrupción en que fué totalmente arrasada por los moros, por su
condición de centro probable de reacción defensiva de los montañeses, y casi se
había perdido hasta su nombre cuando empezó a reedificarla D. Ramiro I en los
comienzos de su reinado: S. Juan de la Peña, que tampoco existia en los
primeros tiempos de esta época de residencias provisionales, fué desde los
principio de su vida regular, y mientras existió el Monasterio, el mayor
competidor y rival que tuvieron nuestros obispos. Quedan Sasabe y Siresa, pero
en orden inverso, a mi juicio (aunque lamento no coincidir en este punto con
renombrados escritores): Siresa y Sasabe.
(CONTINUARÁ)
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