jueves, 3 de abril de 2014

El Santo Grial en Aragón (III). Dámaso Sangorrín




El SANTO GRIAL EN ARAGÓN. III

Dámaso Sangorrín Diest
(Deán de la Catedral de Jaca)

Publicado por primera vez en la Revista Aragón,
año III - nº 24, Zaragoza, septiembre de 1927

El Cáliz de la Cena

Algunos atisbos hemos tenido en los precedentes recuerdos históricos acerca del uso general de cálices propios o vasos especiales para beber en la época que venimos estudiando, y de las diversas materias de que estaban formados según el rango o el poder de sus poseedores; pero esto no es suficiente para llegar al límite pretendido.
El "paterfamilias" dueño del Cenáculo, porque era rico y porque así lo exigía la moda de aquellos tiempos, tenía seguramente para su servicio un cáliz precioso, por lo menos, o adquirido por él o más probablemente heredado de sus mayores: y puesto que la ley civil no lo consentía tenerlo de oro, en la preciosidad de sus materiales y en el arte de su ejecución -que no estaban prohibidos- tendría su equivalencia y más que equivalencia con el oro. Pero ese precioso vaso que puso a disposición del Maestro para celebrar su última Pascua ¿era semejante al que ha llegado hasta nosotros con el nombre de "Cáliz del Señor? O de otro modo: ¿Puede demostrarse arqueológicamente que nuestro Cáliz de Valencia es de aquel tiempo, por su figura, por las materias que lo integran y por el arte y sabor de época en su confección?
Un poco largo será el camino para llegar a la respuesta afirmativa, pero el andarlo es de sumo interés para nuestro asunto.
El vaso precioso de José de Arimatea -creamos que era él el dueño del Cenáculo mientras no se demuestre lo contrario- fué el primer Cáliz ministerial de la Iglesia cristiana, así como la mesa donde cenó Jesús aquella benditísima noche fue el primer Altar de la nueva Ley. Y de la misma manera que las otras mesas de uso doméstico fueron empleadas como altares por los Apóstoles y sus sucesores, y las sillas de los patricios o magnates fueron las primeras cátedras (Sedes) de los obispos, y el pan usual las primeras Hostias para el Santo Sacrificio y para la Comunión de los fieles, así las copas de que se servían en la mesa fueron los primeros cálices; con la excepción , en éstos, de ponerlos aparte para que no volvieran a usarse en la bebida ordinaria. Se conservaron desde luego y para siempre en su mismo estado -como cosa inmutable y fundamental- las materias que el Maestro eligió para los Sacramentos, bien sencillas y universales; agua, pan, vino y aceite: pero en cuanto a los utensilios, indumentaria y locales para celebrar los actos del Culto, la Iglesia se acomodó a las circunstancias de lugar y tiempo, y sólo con el progreso de los siglos se han llegado a estabilizar los objetos litúrgicos como hoy los tenemos. Para nuestro caso, repitamos que los primeros cálices de la Misa fueron los vasos y copas que habían servido para beber; eso sí, los más preciosos y adecuados que pudieran tener a mano. Viendo, pues, las clases, materias y formas de los vasos ricos que se usaban en aquella época en el servicio de mesa, llegaremos a saber cómo era o cómo pudo ser el de José de Arimatea, que fué el primer Cáliz de la cristiandad, el Vaso más venerable que ha habido en el mundo.
De este procedimiento se sirve para describir los cálices primitivos el eminente arqueólogo ya citado Ch. Rohault de Fleury en su obra clásica y monumental "La Messe", a quien sigo en lo que va a venir, y con tanta más confianza y seguridad le sigo, cuanto que él no va directamente al "Cáliz del Señor" -aunque lo cita alguna vez- sino que trata de los vasos antiguos y cálices primitivos de la Iglesia como de uno de los objetos litúrgicos de la Misa; y por eso su opinión es más serena y autorizada.
Con la palabra Cáliz entendemos en la actualidad únicamente el vaso empleado para la consagración en el Santo Sacrificio, y ya no se usa generalmente en otro sentido, a no ser en algunos textos de la Biblia donde lo tiene místico o figurado. Su etimología no es segura: Salmerón de Toledo y Vossio dicen que viene del uso de preparar las bebidas calientes en esta clase de vasos y citan unas palabras de Terencio Varrón (siglo I a. de J.C.) que dicen: "Cáliz viene de caldo (voz latina que es "caliente" o "caldeado") porque en él se ponía la papilla cocida (lo que llamamos "caldo") y se bebía caliente". Otros etimologistas dicen que puede proceder de las voces sánscritas kul, reunir, kulakas, vaso, o kalika, botón de las flores; y otros afirman que viene directamente del griego kylix, copa, o kalyx, cubierta o cáliz de las flores. Schalisch en hebreo es vaso o copa de beber. Al cáliz de la Misa lo llamaron alguna vez los escritores eclesiásticos Vaso espiritual, Vaso místico, Vaso de los misterios y Vaso del Señor.
Para la forma de los cálices más antiguos cita Rohault en primer lugar una moneda judía del tiempo de Alejandro Magno (siglo IV antes de J.C.) que lleva en el anverso la vara florida de Aarón y en el reverso un vaso con nudo y pie, sin asas, de gran parecido a las actuales copas de beber. Cavedoni y Saulcy dicen que este vaso es el que servía para poner el vino consagrado (no era consagrado) con los panes sobre la mesa de la Proposición ante el Sancta Sanctorum.
En un vidrio dorado, de origen judío, encontrado en el cementerio de los SS. Pedro y Marcelino en Roma, que representa el Templo de Jerusalén, se ven cántaras y vasos que parece que se utilizaban en los servicios del Templo: dos de esos vasos, con asas, son casi idénticos a los de los mosaicos de Ravena, que luego veremos.
El kylix de los griegos era ordinariamente una copa redonda, poco profunda, guarnecida de dos pequeñas asas, sobre un pie no muy elevado. Tenían también el cáliz naukratites, con cuatro asitas: el que llamaban depas, que se remonta a gran antiguedad, es del mismo género y se hace derivar su nombre de las dos asas que llevaba en sus costados. Los habitantes de Chipre llamaban kotyle a una copa de la misma clase, casi siempre con dos asas, pero más delgada y esbelta. El Cántaro (de poco tamaño, semejante a nuestro botijo) es una vasija para beber de invención griega, según Virgilio en la Eneida; tiene asas y estaba especialmente consagrado a Baco, como el scypho a Hércules: eran de barro cocido. En una pintura mural de Pompeya se ve una mujer poniendo vino en un cántaro de esa clase. Hay otros vasos que se refieren al mismo tipo y época: el carchesio, tenía la copa más elevada y abierta y llevaba dos ligeras asas en sus lados: el cymbio, llamado así por su semejanza con la barca (cymba), tenía dos asas formando volutas: el cyssibio, también para beber, no tenía más que un asa, como las tazas de ahora.
El scypho servía para la mesa, aunque menor que el cáliz, y también tenía asas, según un dibujo de la Biblioteca de Nápoles publicado por Pirro, Ligorio. Un ex-voto procedente del templo de Tanit ofrece la figura de un cáliz con dos asas. Publica Deville un hermoso vidrio de beber, guarnecido de dos asas que imitan serpientes. La forma de nuestros cálices actuales, sin asas, se halla entre los griegos con el nombre de Ooskyphion, pero no servían para beber, sino para comer los huevos: como entre los judíos -según monedas de aquella época- se ven pequeños cálices sin asas, pero se cree que los grabaron en ellas como alusión al juego de los dados.
El arte judío -observa Fleury- debió sufrir bajo la dominación de los griegos y de los romanos una influencia notable, aunque sea privilegio de los grandes artistas el quedar independientes, sea su país el vencido o el triunfante; pero no debemos dudar de que su orfebrería adoptó iguales formas en Jerusalén que las que se usaban en Grecia y en Roma.
En estos países y en aquella época no se echaba directamente en los cálices la bebida de los banquetes, sino que se preparaba en la cratera, recipiente de gran capacidad donde se mezclaba el vino con agua. El escanciador o copero tomaba de este líquido con un cazo (cyatho) y lo distribuía en las copas de los comensales. Este uso lo encontramos en la Liturgia primitiva (cuando los fieles comulgaban también con el Vino consagrado) y en las descripciones del rito romano más antiguas. Esas crateras tenían ancha la boca, como era de necesidad y como se ve en un bronce de Pompeya y en un bajo-relieve de Cizyque: los dos tienen asas. Las ánforas o hydrias de las bodas de Caná eran probablemente crateras de éstas, según Mr. Rohault, el cual dice que sacó un dibujo en la Biblioteca Vallicelliana de Roma de un vaso titulado allí hydria, que pertenece a la mejor época antigua griega; su gran panza está guarnecida de dos asas dobles y adornada de hojas de laurel delicadamente cinceladas. En un bajo-relieve publicado por Bellori se ve un cáliz en la estanteria y debajo un gran vaso con asas, que parece la cratera. La hydria que enseñan en El Escorial como una de las seis que hubo en las bodas de Caná (donde Jesús convirtió el agua en vino) si no recuerdo mal no es de este género de crateras, pues ni tiene gran panza ni la boca a propósito para meter el cyatho, sino vasija de agua.
Hasta en mármoles paganos -continua Rohault- se ven cálices con atributos que parecen cristianos, y cita estos dos: Un fragmento romano de Tréveris ofrece la figura de un cáliz con asas, guarnecido de billetes en los bordes de la copa, de laurel en el cuello o nudo y de picos en la panza: de su copa salen hojas de vid y racimos (indicando, naturalmente, que la copa era para beber vino, pero no el Eucarístico, puesto que no era de procedencia cristiana): y un sarcófago de Pisa, antiguo, presenta un cáliz parecido a los actuales en el cual beben dos palomas. Estos tipos fueron muy generales después entre los cristianos para expresar conceptos místicos. En los monumentos más antiguos abundan las imágenes de cálices con asas; cita muchos ejemplares: una tumba descubierta en S. Remy de Reims, una de las pilastras de la iglesia de Murano, un bajo-relieve de la colección Rasponi de Ravena, un fragmento de pavimento romano hallado en Silchester, una lámpara en Chipre, etc., etc.
Pero aunque en aquellos tiempos estuviera muy generalizado el uso de cálices preciosos con asas, no se ha de entender que carecían de otros vasos y copas de la forma de los actuales, si bien abundan más los ejemplares que revelan por su decorado la costumbre secular de hacer del vaso propio un objeto artístico y suntuoso en lo posible. Presenta Montfaucon un dibujo de sacerdotisas de Isis que tienen de estos vasos cilíndricos: sobre uno se ve la figura del buey Apis, y sobre otro a Harpócrates, hijo de Isis, saliendo del vaso. Este tipo de un niño en un vaso hace recordar ciertas miniaturas muy comunes en el siglo XV que representan al Niño-Hostia en las manos del celebrante sobre el cáliz.
Después de tratar de los nombre y formas de los vasos antiguos, que vinieron a ser los primeros cálices de la Misa, pasa el ilustre arqueólogo a examinar la materia de que estaban confeccionados. Los había de oro, de plata, de piedras preciosas, de vidrio, de cerámica y de maderas finas, como quedó insinuado; todos preparados con arte y elegancia, y algunos de los más ricos adornados con gemas de gran valor. Cita en comprobación de esto multitud de testimonios, de los cuales -omitiendo muchos en gracia a la brevedad- creo oportunos éstos: Cicerón afirmaba de Verres que tenia para beber vino un vaso tallado en una piedra preciosa muy grande, con asa de oro (para inculparle su excesiva afección a la bebida): en el Onomasticon, en Perseo, en Suetonio, en Julio Capitolino, en Manlio, en Marcial, en Propercio, en Prudencio y en otros muchos escritores de aquellos siglos se hace mención de diversos vasos preciosos de gente rica; y recuerda también la represión, muy posterior, de Clemente de Alejandría a los cristianos por usar vasos de plata, poniéndoles como ejemplo que Jesús no usó jofaina preciosa para lavarles los pies a sus discípulos; que ya hemos visto que es idea no muy defendible. En aquel mismo siglo, I de nuestra Era, se hizo popular la clásica frase de Virgilio gemma bibere (beber en piedra preciosa) como signo de opulencia y refinamiento.
Respecto a los de vidrio, que empezaron a usarse por aquella época, pues no hay noticía de ellos en los siglos anteriores, adquirieron tal grado de arte que llegaron a ser tan estimados como los de las más preciosas materias. Apuleyo los cita como modelos de gracia y elegancia, "cuyo precio no dependía del material empleado, sino del sello o mano del artífice". Se conservan todavía muchos ejemplares de esta clase -menos expuestos que los de oro y piedras preciosa a la codicia humana- en los cuales se admira su grado extraordinario de perfección y las dificultades vencidos para su ejecución. Son notables en este género: el famoso cáliz encontrado en Colonia en el jardín de Santa Ursula, que tiene la copa revestida de malla de vidrio, y el que menciona Straub del cementerio galo-romano de Strasburgo, que es un antiquísimo vaso de vidrio, guarnecido de dos asas, montado sobre un rico pie y adornado de diversos dibujos, bastante parecido a los cálices de ahora. Las colecciones públicas -continúa Fleury- están llenas de estos objetos: mencionaremos la de Slade en Londres, la de Bologne-sur-mer, el Museo de St. Germain y la colección de Julien Gréau.
A esta clase pertenecen cinco vasos de vidrio, sin pie ni asas, cuyas fotografías publicó "La Esfera" (Madrid, Febrero, 27) con el título de "¿Ha llegado hasta nosotros el Santo Grial?" a propósito de uno de ellos encontrado recientemente en unas excavaciones en Crimea, estudiado por el arqueólogo inglés Rendal Harris y propuesto por él como probable Santo Grial. Pero no hay más que ver las fotografías para convencerse de que ninguno de los cinco, semejantes entre sí, ha podido servir para beber por su carencia de tallo y de asa para cogerlos, por su gran panza y por la inadecuada forma de sus bordes, incomoda y aun imposible para beber en ellos. Según su tamaño -que no lo indica el autor del artículo- lo mismo pudieron ser crateras que macetas o joyeros; pero vasos de beber, no. Cita el articulista los tres más famosos que se disputan el ser el Santo Grial: el de Jerusalén, el de Génova y el de Valencia, y se inclina por el nuestro, aunque consignando que "a juicio de Buckley -otro arqueólogo ingles- las probabilidades se hallan en mayor número a favor del Sacro Cratino de Génova", aquel plato que desacreditaron para siempre los señores de la Academia de Ciencias de Paris en 1815, del cual no sabe, por lo visto, mister Buckley más que lo que dice el Baedeker.
No hay duda -prosigue nuestro guía- de que los primeros cálices cristianos eran algunos de los que quedan descritos y que luego vinieron las copias: pero podemos aceptarlos como tipos primitivos y de este modo se llena el vacío que existe por la escasez de monumentos de los primitivos tiempos de la Iglesia. Prueba de esto es que los fieles hicieron reproducir desde luego estas formas de cálices en sus monumentos funerarios. Estos sepulcros forman un excelente tratado que permite unir la antigüedad y sus vasos con los primeros cálices eucarísticos, y así se completa la historia de ellos. Con la pintura del cáliz quisieron representar el Vaso de Jesús y en su contenido la fuente de la felicidad, como lo demuestra con muchos documentos y grabados.
Resultado de estas prácticas es la diferenciación de los cálices en tres clases: vasos antiguos para beber, cálices de la Misa y vasos místicos. Para fijar la idea presenta un gráfico a tres columnas: en cada columna hay cuatro tipos de vasos de su genero, con 3, 4 ó 6 ejemplares de cada tipo, que tienen gran parecido entre sí y con los correspondientes de las otras columnas. Se advierte en este cuadro que los vasos de beber, cálices y vasos místicos del primer grupo de cada columna, en número de 18, todos tienen dos asas de varias formas y tamaños, y van dejando de tenerlas los de los grupos más modernos y asemejándose a los cálices actuales y a las copas de beber de hoy: pero todos, tengan asas o no, llevan relieves, adornos y grecas, sea en la copa, cuando es metálica, sea en el pie o en las asas, o en todos.
Hablando de la riqueza de los cálices ministeriales desde los primeros tiempos de la Iglesia, cita aquella diabólica frase de Juliano el Apostata (año 362) o mejor, de su tesorero Félix, que al ver los cálices preciosos que habían regalado Constantino y Constancio a las iglesias, admirando su riqueza y arte, exclamó: ¡Mira de qué vasos se sirve el Hijo de María!
Hace después nuestro autor un completísimo estudio de los cálices más notables de Europa, ya por su antiguedad ya por su riqueza, anotando de varios de ellos que en algún tiempo pretendieron ser el Cáliz del Señor. Llegá el siglo XI y parece que entonces se acuerda de que existía España, de la cual no había hecho más mención que recordar unas frases de Quaresmio en que se nombra el Cáliz de Valencia como uno de tantos -a juicio de Fleury- que querían ser el auténtico, pero sin describirlo ni más comentarios. "España, dice, no posee gran cosa de objetos litúrgicos anteriores a la invasión de los moros, y después de ella raramente fabricaron objetos ricos: de ahí se explica el corto número de ellos que nos ha conservado la Edad Media en esa nación". Despues de estas afirmaciones -injustas, como vamos a ver muy pronto- pasa a describir (pág. 116 del tom. IV) el cáliz de S. Isidoro de León y dice que es de una riqueza maravillosa, de ágata y metal precioso, con cabujones, perlas, hojas de oro, arabescos y filigranas: cita el de Sto. Domingo de Silos, muy parecido al anterior, y uno de Toledo, de plata, dedicado a Santiago por Pelayo. Al tratar de la irrupción de los bárbaros -llegando al resumen del tratado de los cálices- dice que "no imitaron todos a Alarico, que respetó los vasos sagrados de S. Pedro según testifican, S. abrosio y S. Hilario, sino que cuando no saqueaban los tesoros de las iglesias, los aceptaban por el rescate de los prisioneros: pero la Iglesia perdonaba a estos feroces piratas cuando venían a sus pies a restituir sus rapiñas. Así Childeberto (debe de ser el I, merovingio, rey de Paris, de 524 a 558) consagro a las basílicas (francesas) los sesenta cálices preciosos de oro que enriquecieron su botin de España. Los grandes talleres de orfebreria (franceses) alimentados, surtidos por estos abundantes despojos, inspirados en estos modelos (españoles) y alentados por la devoción Real, comenzaron a brirse: el cáliz de Gourdon -siglo VI- nos demuestra la habilidad de estos nuevos obreros".
Se nota más la contradicción o falta de memoria de este ilustre arqueólogo en la mención de España, cuando vemos lo que había dicho antes (pág. 77) hablando de las monedas francesas del siglo VI que llevaban figuras de cálices: "Si se puede decir que los monederos tuvieron por inspiración y por modelos los cálices que Childeberto trajo de su expedición a España, se ve por un pasaje de S. Gregorio de Tours que sus imágenes son copias de los más ricos y preciosos". El texto que cita es éste: "Sesenta cálices, quince patenas, veinte cajas de Evangelios trajo (Childeberto, de españa), todo de oro puro y con adornos de preciosas gemas: pero no consintió que se destruyeran esos objetos, sino que los dió todos para el ministerio de las iglesias y basílicas de los Santos". Lo cual - dicho sea con permiso de Mr. Fleury- no es precisamente restituir las rapiñas, sino guardárselas para el servicio de su nación y aumento de su tesoro artístico.
Para terminar esta cuestión, y omitiendo otros muchos y magníficos datos que presenta el repetido autor, que ilustrarían agradablemente la materia, pero que ya no son necesarios a mi entender para dejarla resuelta en lo que nos concierne, hago el resumen de varias láminas de su obra, anotando: que los cálices desde el siglo I hasta algunos del XII tienen asas; varios ejemplares desde el VI hasta el mismo XII las tienen más pequeñas, y no tienen asas algunos tipos desde el siglo IV hasta el actual. De los célebres cálices del tesoro de S. Marcos de Venecia, en número de 21, entre los cuales hay algunos de ágata, de cristal de roca, de ónice y de otras piedras finas, nueve tienen asas y doce no las tienen.
La idea de que los vasos propios de las personas pudientes de aquellos tiempos -y por ende los cálices primitivos de la Iglesia- eran como los que quedan descritos, ha llegado firme en los artistas hasta la Edad Moderna, pues todavía vemos algunas estampas de Misales y Breviarios de los siglos XVI al XVIII, explicativas del misterio de la Epifania, en las cuales los Reyes de Oriente ofrecen sus presentes al Niño-Dios en sendas copas artísticas, con asas, y de material precioso, al parecer.
Se explica la gradual desaparición de las asas en los cálices, como apéndices innecesarios desde que se suprimió en la liturgia cristiana la práctica de comulgar los fieles en las dos Especies Sacramentales, pues ya no tienen que pasar el cáliz de mano en mano y sólo bebe en él el celebrante.
Aunque casi es supérfluo advertir que había incontable variedad en la forma de las asas, según el gusto del artífice y el estilo de cada tiempo, es bueno dejar consignado que en su colocación se atenían necesariamente a la materia de los cálices, y mientras en los de metal -que eran los más numerosos- arrancaban las asas del borde de la copa a terminar en el nudo o en el centro de la panza, en las copas de piedra preciosa salían las asas de su base para concluir en la parte superior del pie.
En el renombrado mosaico de Ravena -a que aludo antes- que es una alegoría de la Misa, se ve lo siguiente: Mesa cubierta de manteles: sobre ella, en el centro, un cáliz con dos asas: a sus lados dos panecillos aplastados: Abel, a la derecha, eleva en sus manos como ofrenda un cordero: Melquisedec, a la izquierda, eleva otro panecillo igual. Sobre este grupo se representa el Cielo, en cuyo centro hay una mano derecha, entre nubes, con el índice extendido señalando el cáliz. Una reprtesentación semejante hay en otro mosaico de Classe, del siglo VI, otra del IX en el Sacramentaire de Drogón, y muchas más en libros liturgicos, cuadros, relieves, objetos del culto, etc.: siendo para nuestro asunto la más notable, por la alegoría o lusión que parece contener, la de un fresco del siglo XIII en el atrio de S. Lorenzo, extramuros de Roma. Es así: El oficiante está detrás de la mesa-altar de frente: en ella hay un libro abierto, un cáliz sin asas y un candelero con vela; el celebrante entrega otro cáliz con asas a un soldado arrodillado, no en actitud de beber, sino de tomarlo con ambas manos, la cabeza baja en señal de adoración o en disposición de besarlo en la base: hay otro militar en pie a su lado, con lanza, escudo y casco: el arrodillado está inerme. Recordemos que esto es de la Basilica de S. Lorenzo en Roma.
Lo dicho creo que es bastante para llegar al convencimiento de que nuestro Cáliz de Valencia puede sel el CÁLIZ DE LA CENA que usó el Señor en la institución de la S. Eucaristia: primero, porque pudo poseerlo tan rico el dueño del Cenáculo; y segundo, porque como él eran los vasos preciosos de aquella época en sus materiales, figura y confección.
Alguien ha supuesto si los dibujos y grecas que adornan el oro que lleva, y las perlas y piedras preciosas que enriquecen su pie podrían ser efecto de la devoción de sus poseedores en los siglos siguientes para hacer más artística tan venerada alhaja: pero ya hemos visto que ese lujo y ostentación existía en aquellos remotísimos tiempos mucho más que en los presentes para decorar esta clase de objetos; y concretándonos al adorno de las piedras preciosas del pie, sabemos que continuó esta práctica hasta el siglo IV, por lo menos, pues consta que el piadoso emperador Constantino regaló a la iglesia de S. Pedro de Roma "tres cálices de oro con gemas prasinas (especie muy rara de cristal de roca)y jacintos, en número de 45 en cada uno", además de otros muchos de oro, sin piedras, a S. Juan de Letrán y a Santa Cruz.
Si con lo expuesto no puede afirmarse en absoluto que nuestro Cáliz sea el de la Cena Eucarística de Jesús, sí que puede asegurarse rotundamente que, si alguna vez viniera a descubrirse en el mundo de modo indudable el Cáliz auténtico, ése tendría que ser necesariamente semejante al nuestro.
Y mientras llega o no ese feliz descubrimiento, que seguramente no llegará jamás, vamos a seguir la historia de éste que la Providencia ha conservado hasta nosotros con el nombre y tradición de Cáliz del Señor, presentandolo en tres grandes épocas, desiguales en duración y en interés para nuestro caso, y con las subdivisiones e incidencias que exija el asunto para su mayor claridad; en esta forma: - De Jerusalén a Aragón, 225 años: - En Aragón, 1.141 años; - De Aragón a valencia, 528 años hasta el presente.


(CONTINUARÁ)

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