EL SANTO CÁLIZ
DE LA CENA (SANTO GRIAL)
VENERADO EN
VALENCIA (IV)
José Sanchis y
Sivera
(Canónigo de la
Catedral de Valencia)
Valencia 1914
CAPÍTULO III
El santo Cáliz
después de la muerte del Redentor. —
Su traslado á
Roma. —
Martirio de San
Lorenzo. —
La sagrada
reliquia en Huesca. —
Opiniones
autorizadas. —
Invasión de los
árabes. —
Es llevado el
santo Cáliz á San Juan de la Peña. —
Lo que dicen las
crónicas y varios autores respetables. —
Difícil nos es
seguir en sus principios paso á paso la historia del santo Cáliz. Una vez
instituida la sagrada Eucaristía, los evangelistas nos narran, con gran copia
de detalles, toda la pasión del Salvador, y nos dicen que, muerto éste, sus
discípulos huyeron llenos de terror y se escondieron. Después de la
resurrección, Cristo se les aparece varias veces, algunas estando casi todos
reunidos, acaso en el cenáculo, donde es probable pasasen largo tiempo en
oración continua. Inflamado su corazón de amor por Aquél que cobardemente
habían abandonado, mirarían con religiosa veneración todos los objetos que
les recordaban al divino Maestro, y sería una injuria á la santidad de
aquellos que derramaron su sangre por Jesucristo, el pensar que no hicieran
caso del sagrado Cáliz con el que les dio á beber su propia sangre. Recibido
el Espíritu Santo, fortificados con el fuego del amor divino, intrépidos en
la defensa y propagación de aquella fe que les sostenía y animaba, predican
por todas partes, convierten á cuantos les oyen y alarman al Sanedrín que,
muerto Jesús, despreciaba á la secta que creían ya desaparecida, por lo que
resuelven los príncipes de los judíos perseguirles, aprisionarles, azotarles
y hasta darles muerte. Empiezan los primeros mártires, se instituyen los
primeros diáconos, da principio la predicación del Evangelio en Palestina, se
dispersan los apóstoles, ejércese el ministerio sacerdotal, se establece el
poder eclesiástico, se dilatan y escalonan los diferentes grados del orden
jerárquico; y queda constituida y funcionando la Iglesia católica bajo la
autoridad de S. Pedro.
Todas las
reliquias que eran el testimonio material y vivo de la obra admirable que
produjo la muerte de Cristo, no quedarían abandonadas y á merced de los
perseguidores del nombre cristiano. El Cáliz de la cena eucarística debió
ser cuidado y venerado como el recuerdo más precioso, y nadie podía tener
tanta autoridad sobre él como la Virgen santísima y el príncipe de los
apóstoles S. Pedro. No es una idea cualquiera, echada á volar por la
imaginación del escritor, la afirmación de que la sagrada joya sería
guardada por los discípulos del Salvador: si por la Virgen, iría á parar,
luego de su gloriosa asunción, á poder del jefe de la Iglesia; si por S.
Pedro, sería recogida y venerada por su sucesor. Debemos, pues, concluir, de
deducción en deducción, discurriendo de este modo, que el santo Cáliz fué
llevado á Roma, y que allí se le dio apropiado culto.
«Yo tengo por
muy verosímil el pensamiento de nuestro venerable obispo de Córdoba, D.
Marcelino Siuri, y es que S. Pedro, cabeza visible de la Iglesia, trajo desde
Jerusalén á Roma esta sagrada prenda, y que hasta su muerte usó de ella para
celebrar, y sus sucesores hasta Sixto II. Y es más verosímil que lo trajo después
del tránsito de la Virgen madre, y mucho después de establecer su cátedra en
Roma, pues como la soberana Señora tenía tan presente la pasión de su Hijo,
y habitó hasta su muerte en casa del Padre de familias, tendríale en su
oratorio á su vista con otras preciosas reliquias, renovando con ellas la
dolorosa pasión de su Hijo. Tampoco es inverosímil que diciéndole misa S.
Juan todos los días consagrase en este Cáliz, y comulgase á la Virgen con
él en la especie de vino. Muerta esta Señora, como asistieron á su tránsito
los santos apóstoles y discípulos, es muy natural que se debieron repartir
entre sí sus reliquias y las que poseía de su sagrado Hijo, y entonces S.
Pedro, como cabeza de la Iglesia, se debió llevar el Cáliz á Roma». (Sales, Disertación histórica del sagrado Cáliz,
pág. 125).
Tal vez alguno
tache de fantástico el relato que hacemos, y diga que la crítica histórica
no puede admitir nada que se afirme en esta forma. De ser esto así habíamos
de negar gran parte de los hechos que la humanidad reconoce como ver-
daderamente históricos, pues en muchísimos se emplea una documentación
semejante al raciocinio que hemos hecho. Lo cierto es que hasta los tiempos del
papa Sixto II se veneró el Cáliz en la ciudad de Roma como reliquia
principalísima del Salvador, y que de este santo pontífice la obtuvo S.
Lorenzo para enviarla á España. Y esto es lo que vamos á ver.
Gobernaba la
Iglesia el papa Sixto II, y en su reinado decretó el emperador Valeriano,
siguiendo las instigaciones del perverso Macrino, una de las persecuciones más
violentas contra los cristianos. Ésta se llevó con más saña en las personas
de los obispos y sacerdotes, siendo preso y martirizado también el pontífice,
pues los principales móviles de la persecución, á más del odio al nombre
cristiano, era el despojo de sus bienes á todos los que los poseían. Cuando
el papa era llevado al suplicio, le salió al encuentro su valeroso diácono S.
Lorenzo, que era la persona de toda su confianza, á quien había entregado en
depósito las alhajas y reliquias de la Iglesia, y el dinero que servía para
sustento del clero y limosnas para los pobres. Dicen las actas del martirio del
santo papa, que el ilustre diácono le suplicó, como padre, que no le
abandonase: «¿A dónde vais, padre mío, le decía, sin vuestro hijo? ¿á
dónde camináis, santo Pontífice, sin vuestro diácono?». Enternecido S.
Sixto le consoló y animó, anunciándole que le seguiría al cabo de tres
días, que sus tormentos serían más rigurosos, y su victoria, por
consiguiente, más gloriosa. Efectivamente, S. Lorenzo fué preso y conducido
á presencia del prefecto de Roma, el que le exigió la entrega de los tesoros
que tenía en su guarda. Accedió S. Lorenzo á esto, pidiéndole para ello un
plazo de tres días. En este intermedio repartió todo lo que tenía entre los
pobres, y trató de poner á buen recaudo las reliquias preciosas que guardaba,
al cabo de cuyo tiempo, presentándose al presidente, le mostró la muchedumbre
de necesitados que había socorrido, diciendo: «He aquí los tesoros de la
Iglesia». Lleno de furor el prefecto, mandó atormentarle atrozmente, y,
después, que fuese asado á fuego lento, en cuyo horroroso suplicio expiró el
santo, rogando á Dios por sus verdugos. Era el año 258, y según Baronio el
261.
En los días
empleados por el Santo en distribuir el tesoro de la Iglesia, envió á España
el santo Cáliz con una CARTA SUYA, de la que hablaremos luego, sin que sepamos
á qué persona confió tan delicado encargo, pues no nos merece crédito lo
que acerca de su nombre dicen algunos escritores.
Como hemos
visto, no existe documento alguno referente al Cáliz hasta su entrega por S.
Lorenzo para que fuese llevado á España. Sin embargo, creemos que no son
necesarios para certificarnos de su autenticidad, si se tiene en cuenta que
desde la muerte de Cristo hasta la de S. Lorenzo sólo transcurrieron dos
siglos y medio, tiempo de fervor tan intenso entre los cristianos, que juzgaban
una gracia el derramar su sangre por la fe. Ahora bien, si en todo este tiempo
se juzgó auténtico el santo Cáliz, hasta el punto que el papa S. Sixto lo
considera como tal, y el intrépido S. Lorenzo lo manifiesta así en su carta,
pensamos que son inútiles otra clase de documentos, pues ante una crítica
imparcial tiene más valor una tradición de dos siglos y medio, conservada por
personas especialísimas, incapaces de adulterarla y dispuestas á perder mil
veces su vida antes que consentir el más ligero menoscabo de la fe y doctrina
que profesan. No tenemos datos ciertos que nos indiquen el nombre del portador
de la reliquia de Jerusalén á Roma, pero esto no destruye tampoco en lo más
mínimo la tradición que existía en esta última capital de que el Cáliz que
allí se veneraba era el mismo de la cena de Cristo, puesto que á pesar de la
falta de documentos y pruebas no había ningún obstáculo para que se le
dejase de considerar como el verdadero.
Ocúrresenos
preguntar el por qué S. Lorenzo envió á España la preciosa reliquia, y no
á otra parte. Todos los autores aducen como razón principal, el motivo de ser
español el Santo, y con la reliquia quería remitir á su patria un testimonio
del amor que por ella sentía. Y que á esta nación llegó prenda de tanta
estima, están contestes todos los historiadores que del Cáliz se han ocupado,
las leyendas de toda Europa, como ya veremos luego, y las tradiciones
perpetuadas por los cronicones.
De que fué en
Huesca y no en otra ciudad española donde primeramente estuvo el santo Cáliz
que enviaba S. Lorenzo, de donde era hijo, es cosa también universalmente
admitida, por una tradición constante, en todo el reino de Aragón. Muchos
textos de autores españoles de todos los tiempos podríamos mencionar en
corroboración de esta tradición, pero nos concretaremos á citar algunos, muy
pocos, cuyo nombre es una garantía de verdad, por ser reputados como críticos
notables. El arcediano Diego Dormer, hablando de la patria de San Lorenzo,
escribe: «Que enviase á su patria nuestro santo glorioso el santísimo Cáliz
cuando repartió sus tesoros, parece creíble, por la común tradición que en
todo este reino lo afirma». Lo mismo dice Fr. Jerónimo Escuela: «Ya había
repartido S. Lorenzo los tesoros á los pobres, ocultado y puesto en salvo las
reliquias y enviado aquella principalísima del santo Cáliz á Huesca...» El
historiador de S. Juan de la Peña y abad del mismo, Juan Briz Martínez,
manifiesta la tradición del monasterio, escribiendo: «Lo llano y corriente es
que el Cáliz del Señor lo subieron á S. Juan de la Peña los obispos de
Huesca: ellos lo tenían en su iglesia por haberlo enviado S. Lorenzo á su
propia patria, que es aquella ciudad, apartada por solas nueve leguas de este
monasterio...».
Entre los
innumerables autores que podríamos citar indicaremos: P. Juan Bta. Escorcia, De sacrificio Missae; Gavanto, In Rubric., part. II, tit. 1; Diego de
Castillo, De vestib. Aaronis, v. 19,
q. XXII; Fagundez, De praec. eccles.,
lib. III, cap. XXI; Cartagena, Homil.,
tomo I, lib. IX; Murillo, Discur. predic.,
serm. 3; P. Enrique Enriquez, Summa
theol. moral, lib. IX, cap. XVIII; M. Alonso de Ribera, Histor. del SS. Sacram., trat. XVI;
Molina, Instruc. de Sacerdot., trat.
I, cap. XIV; Sebastián Barradas, Concord.
evang., tom. IV, lib. II, capítulo XI; Esteban Menochio, Stuore, tom. I, cent. 4, cap. XVII;
Benedicto Fidele, De Eucharis., v. 7,
teor. 5; Suiri, In Evang., tom. III,
trat. 3, cap. I; Luis de Flandes, Varii
dialog., dial. 3, núm. 62, y otros muchos.
Los textos de
estos autores y otros innumerables que hubiéramos podido transcribir, aunque
como documentos históricos les concedemos escasa importancia, indican sin
embargo que la voz y fama pública del reino de Aragón, derivadas de padres á
hijos y en ningún tiempo interrumpidas, son que S. Lorenzo envió á Huesca el
Cáliz de la cena del Señor. De cualquier manera, aunque no se quiera admitir
el que estuvo primeramente en dicha ciudad, no por ello deja de ser cierto que
se halló en el monasterio de S. Juan de la Peña el que hoy se tiene como
preciada reliquia y se venera en Valencia. Pero veamos lo que nos dice la
tradición sobre su traslado á dicho monasterio.
Invadida España
por los moros, después de su triunfo en Guadalete, se extendieron por toda la
península, apoderándose de las ciudades y pueblos que hallaron á su paso.
Muchos señores, acompañados de sus vasallos, refugiáronse en las montañas,
especialmente en las del Norte, y allí, henchidos de entusiasmo patrio, exaltándose
su fe y avivado su amor á las tradiciones, se aprestaron á la defensa de su
suelo, dando comienzo á la gran epopeya de la Reconquista, que duró ocho
siglos. Excusado es decir que los cristianos lleváronse los objetos de más
valor, y entre ellos las preciosas reliquias y ornamentos de las iglesias que
los obispos pro- curaron poner á salvo para librarlo todo de las profanaciones
del invasor. Lo mismo hizo el obispo de Huesca, que acompañado de su clero, se
refugió en la alta montaña, llevándose consigo el santo Cáliz enviado por
S. Lorenzo y las demás reliquias, Vasos y vestiduras sagradas. Dicho obispo,
llamado Audeberto, que asistió al XVI concilio toledano en tiempo del rey
Egica, colocó sus preciosos tesoros en la cueva de San Juan de la Peña, y en
ella fijó su residencia, ejerciendo las funciones de su alta dignidad con el
título de obispo de Aragón, continuando allí sus sucesores hasta el año
1060 en que se pasó la silla episcopal á Jaca, según acuerdo del concilio celebrado
en la misma ciudad. (Mariana, Historia de
España, lib. IX, cap. V; Abarca, Anales,
año 1060; Blancas, Incomm. ent. rer.
arag. initio; Carrillo, Historia de
S. Valero; Flórez, España sagrada,
etc., etc.)
El erudito
Agustín Sales, tomando las notas de Briz, Abarca, Morales, Blancas y otros,
hace historia del monasterio de S. Juan de la Peña, y aunque muchas de dichas
notas no se ajustan del todo á la crítica histórica, transcribiremos en
extracto su relato, pues por él veremos más adelante que todas las leyendas
medievales, y aun anteriores, relativas al santo Grial (santo Cáliz),
reconocen el mismo origen y vienen á demostrar que el que posee Valencia se
veneró desde tiempos remotísimos en dicho monasterio, siempre con el respeto
y culto que merecía al tenerse por el auténtico que empleó Cristo en la
institución de la Eucaristía.
La traslación
del santo Cáliz á la cueva de San Juan de la Peña, parece que fué por los
años 713, en cuyo tiempo no era monasterio todavía este sitio, oculto entre
las espesuras del monte Pano. En dicha cueva vivía retirado y penitente el
santo ermitaño Juan de Atarés, quien mucho antes que los moros entrasen en
España, tenía edificada una pobre ermita á honra de S. Juan Bautista (Briz
Martínez, Historia de S. Juan de la
Peña, libro I, cap. I).
En el mismo año
713, después de la invasión mahometana, muchos cristianos fugitivos se
dirigieron á la parte opuesta de esta cueva, y á dos leguas del monte Oruel,
en un delicioso llano, á la parte opuesta del referido monte Pano, en donde se
hallaba la sagrada reliquia, comenzaron á edificar una población, á la que
dieron el nombre de este último monte. Pero al saber esto Abderramán Iben
Mohabia, rey de Córdoba, envió al general Abdelmelich Iben Keatan con un
formidable ejército, el que batió las murallas y demolió hasta los cimientos
de la población (2), regando las piedras con la sangre de los que alcanzó y
todo el monte con las lágrimas de sus mujeres y niños. (La Crónica anónima de S. Juan de la
Peña, publicada recientemente por la Diputación de Zaragoza, habla de la
destrucción del poblado de Pano, dando curiosísimos detalles).
Sin embargo, no
tocaron ni vieron la sagrada cueva de San Juan, que, como hemos dicho, estaba
en la parte opuesta, y los mismos moros creyeron inaccesible, donde muchos
cristianos, siguiendo el ejemplo del ermitaño Atarés, ya mencionado, llevaban
vida de anacoretas. De todos éstos, pues, y de muchos caballeros hidalgos,
clérigos y seculares, y principalmente del obispo y clero de Huesca, se
reunieron más de 300 y eligieron por rey á Garcí Ximénez, constituyéndose
una fuerza capaz de resistir cualquier irrupción. (En la obra Noticias y documentos históricos del
condado de Ribagorza hasta la muerte de Sancho Garcés III, por M. Serrano
y Sanz, Madrid, 1912, se insertan y estudian multitud de crónicas sobre San
Juan de la Peña, probando la falsedad de algunas y rebatiendo á Briz y Abarca
en lo que se refiere al reino de Sobrarbe, demostrándose la verdad de la
fundación y su importancia en la historia. Inserta documentos muy curiosos.
Véase también: Asturias y Aragón en la
reconquista de España, por Pedro Gastón de Gotora, Huesca, 1909).
«Con la ayuda
pues de estos nobilísimos caballeros, si bien no consta se les dieron el
apellido de Sobrarbe ó de Navarra, como repara Mariana, con las compañías de
cristianos que de cada punto venían á alistarse para sacudir el pesado yugo
de los bárbaros, ayudados también de la fortaleza de aquellos lugares, á
ejemplo de los asturianos y su rey Pelayo, defendían la libertad y la
religión, y rebatiendo los diferentes asaltos de los bárbaros, ya
arrojándose contra ellos en las llanuras para arrebatar el susto y el consuelo
de la venganza, ya ganando muchas victorias, los desalojaron de las comarcas.
Con esta prevención estuvieron seguras y libres del furor mahometano las
sagradas reliquias de Huesca con nuestro sagrado Cáliz en aquella santa cueva
de S. Juan, la que aumentada y ensanchada con nuevos edificios que se le
arrimaron, vino con el discurso del tiempo á ser semejante á un edificio
real, señalada y noble por los sepulcros de los reyes antiguos que allí se
enterraron, siendo el primero su nobilísimo amplificador y fundador de aquel insigne
monasterio, Don Garcí Ximénez».
Este relato, en
cuanto á la importancia del monasterio, coincide con todos los indicados por
los escritores antiguos y modernos. Acerca de sus orígenes y magnificencia
posterior, dice Torres Campos que «un joven de noble familia de Zaragoza, de
piedad ferviente, llamado Voto, cazando en la cima del monte Pano, en
persecución de un ciervo, se halló al borde de una peña cortada á pico. La
pendiente era casi vertical y el riesgo inminente. El ciervo y el caballo del
cazador se detuvieron sobre el abismo. Voto pensó en la muerte é imploró el
favor de Dios. Milagrosamente el caballo permaneció inmóvil, cuando el más
leve movimiento hubiera bastado para que se despeñara con el jinete. Pasado el
riesgo quiso Voto reconocer el precipicio; cortando el ramaje para abrirse
paso, descendió con gran trabajo y llegó á una escondida cueva donde había
una pobre ermita con estrecha vivienda, y junto á ella una fuente, á la cual
acudían á beber las fieras. En la ermita encontró un altar dedicado á S.
Juan, y tendido en el suelo un cadáver incorrupto, vestido de sayal; era Juan
de Atarés. Según la tradición, aquella ignorada ermita existía desde antes
que cayera la monarquía visigoda. Desde entonces fué la morada de Voto y de
su hermano Félix... La fama de los santos anacoretas atraía á los fieles; á
su alrededor acudieron otros, constituyendo un núcleo de santidad y vida
devota que alcanzó gran prestigio entre los habitantes de aquellas
asperezas...; la historia de la gruta se confunde con la de Sobrarbe, que se
continúa por la de Aragón más tarde, y las refleja página por página,
hasta los tiempos de la conquista de Huesca; porque S. Juan de la Peña, es, no
sólo ilustre casa de religión que sirve de centro para la reforma
cluniacense, trasladada desde ella á Oña, S. Salvador de Leyre y otros
monasterios, para la adopción del rito romano y para la reunión de concilios
en el siglo XI, sino también asilo y fortaleza, alcázar y panteón de monarcas,
punto de reunión para tratar asuntos del reino, lugar venerando donde se
venía á implorar el favor divino para las grandes empresas y á dar gra- cias
por las victorias obtenidas, residencia de prelados y archivo de las glorias
aragonesas. Garcí Ximénez convirtió la ermita en templo, colocando por
piedra angular la en que reposaba la cabeza de Juan de Atarés, erigió allí
mismo alcázar, y adoptó aquél sitio para panteón suyo y de sus sucesores» (Un viaje al Pirineo, Boletín de la
Sociedad Geográfica de Madrid, tom. XXVI. El Sr. Martínez Herrero, en su
libro Sobrarbe y Aragón, hace una
detallada descripción del monasterio y narra las diferentes vicisitudes por
que ha pasado hasta nuestros días).
Por lo dicho
acerca del origen é importancia de S. Juan de la Peña, eliminados los hechos
que tienen carácter de leyenda, venimos á concluir que fué en sus primitivos
tiempos uno de los lugares más importantes del reino aragonés, donde se
guardaban insignes reliquias y documentos de gran interés histórico. En 1134
hallábase allí el santo Cáliz, encerrado en riquísima caja de marfil, pues
en auto testificado con fecha de 14 de diciembre del mismo año, se leía en
latín lo siguiente: «En una arca de marfil está el Cáliz en que Cristo
nuestro Señor consagró su sangre, el cual envió S. Lorenzo á su patria
Huesca», documento que se custodiaba en el archivo de dicho monasterio y que
tradujo y copió el canónigo de Zaragoza D. Juan Agustín Ramírez (Vida de S. Lorenzo, tom. I, pág. 101).
Creemos que lo
dicho bastará para cimentar la tradición de que dicho monasterio fué el
depositario del Cáliz de la cena del Señor durante varios siglos,
perseverando siempre la creencia de que era el mismo que envió S. Lorenzo á
España desde Roma con una carta suya.
El hecho
histórico del traslado del santo Cáliz desde Huesca á la cueva que después
fué célebre monasterio de S. Juan de la Peña, las circunstancias
excepcionales en que se realizó el suceso, la impresión que produjo entre los
que supieron la desaparición de la sagrada reliquia y la transmisión de
noticias de viva voz acerca de ella á través de varias generaciones, nos
mueven á pensar que son el fundamento de la mayor parte de las leyendas que
constituyeron el período de la literatura caballeresca. Los sucesos que
referidos quedan laten, aunque desfigurados, en todas las obras de aquella
época, y esto creemos también que es un decisivo argumento en favor de la
tradición española referente á la preciosa joya que se venera en Valencia.
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