miércoles, 16 de abril de 2014

El Santo Cáliz de Valencia (IV). José Sanchis



EL SANTO CÁLIZ DE LA CENA (SANTO GRIAL)
VENERADO EN VALENCIA (IV)

José Sanchis y Sivera
(Canónigo de la Catedral de Valencia)

Valencia 1914


CAPÍTULO III

El santo Cáliz después de la muerte del Redentor. —
Su traslado á Roma. —
Martirio de San Lorenzo. —
La sagrada reliquia en Huesca. —
Opiniones autorizadas. —
Invasión de los árabes. —
Es llevado el santo Cáliz á San Juan de la Peña. —
Lo que dicen las crónicas y varios autores respetables. —



Difícil nos es seguir en sus principios paso á paso la historia del santo Cáliz. Una vez instituida la sagrada Eucaristía, los evangelistas nos narran, con gran copia de detalles, toda la pasión del Salvador, y nos dicen que, muerto éste, sus discípulos huyeron llenos de terror y se escondieron. Después de la resurrección, Cristo se les aparece varias veces, algunas estando casi todos reunidos, acaso en el cenáculo, donde es probable pasasen largo tiempo en oración continua. Inflamado su corazón de amor por Aquél que cobardemente habían abandonado, mirarían con religiosa veneración todos los objetos que les recordaban al divino Maestro, y sería una injuria á la santidad de aquellos que derramaron su sangre por Jesucristo, el pensar que no hicieran caso del sagrado Cáliz con el que les dio á beber su propia sangre. Recibido el Espíritu Santo, fortificados con el fuego del amor divino, intrépidos en la defensa y propagación de aquella fe que les sostenía y animaba, predican por todas partes, convierten á cuantos les oyen y alarman al Sanedrín que, muerto Jesús, despreciaba á la secta que creían ya desaparecida, por lo que resuelven los príncipes de los judíos perseguirles, aprisionarles, azotarles y hasta darles muerte. Empiezan los primeros mártires, se instituyen los primeros diáconos, da principio la predicación del Evangelio en Palestina, se dispersan los apóstoles, ejércese el ministerio sacerdotal, se establece el poder eclesiástico, se dilatan y escalonan los diferentes grados del orden jerárquico; y queda constituida y funcionando la Iglesia católica bajo la autoridad de S. Pedro.
Todas las reliquias que eran el testimonio material y vivo de la obra admirable que produjo la muerte de Cristo, no quedarían abandonadas y á merced de los perseguidores del nombre cristiano. El Cáliz de la cena eucarística debió ser cuidado y venerado como el recuerdo más precioso, y nadie podía tener tanta autoridad sobre él como la Virgen santísima y el príncipe de los apóstoles S. Pedro. No es una idea cualquiera, echada á volar por la imaginación del escritor, la afirmación de que la sagrada joya sería guardada por los discípulos del Salvador: si por la Virgen, iría á parar, luego de su gloriosa asunción, á poder del jefe de la Iglesia; si por S. Pedro, sería recogida y venerada por su sucesor. Debemos, pues, concluir, de deducción en deducción, discurriendo de este modo, que el santo Cáliz fué llevado á Roma, y que allí se le dio apropiado culto.
«Yo tengo por muy verosímil el pensamiento de nuestro venerable obispo de Córdoba, D. Marcelino Siuri, y es que S. Pedro, cabeza visible de la Iglesia, trajo desde Jerusalén á Roma esta sagrada prenda, y que hasta su muerte usó de ella para celebrar, y sus sucesores hasta Sixto II. Y es más verosímil que lo trajo después del tránsito de la Virgen madre, y mucho después de establecer su cátedra en Roma, pues como la soberana Señora tenía tan presente la pasión de su Hijo, y habitó hasta su muerte en casa del Padre de familias, tendríale en su oratorio á su vista con otras preciosas reliquias, renovando con ellas la dolorosa pasión de su Hijo. Tampoco es inverosímil que diciéndole misa S. Juan todos los días consagrase en este Cáliz, y comulgase á la Virgen con él en la especie de vino. Muerta esta Señora, como asistieron á su tránsito los santos apóstoles y discípulos, es muy natural que se debieron repartir entre sí sus reliquias y las que poseía de su sagrado Hijo, y entonces S. Pedro, como cabeza de la Iglesia, se debió llevar el Cáliz á Roma». (Sales, Disertación histórica del sagrado Cáliz, pág. 125).
Tal vez alguno tache de fantástico el relato que hacemos, y diga que la crítica histórica no puede admitir nada que se afirme en esta forma. De ser esto así habíamos de negar gran parte de los hechos que la humanidad reconoce como ver- daderamente históricos, pues en muchísimos se emplea una documentación semejante al raciocinio que hemos hecho. Lo cierto es que hasta los tiempos del papa Sixto II se veneró el Cáliz en la ciudad de Roma como reliquia principalísima del Salvador, y que de este santo pontífice la obtuvo S. Lorenzo para enviarla á España. Y esto es lo que vamos á ver.
Gobernaba la Iglesia el papa Sixto II, y en su reinado decretó el emperador Valeriano, siguiendo las instigaciones del perverso Macrino, una de las persecuciones más violentas contra los cristianos. Ésta se llevó con más saña en las personas de los obispos y sacerdotes, siendo preso y martirizado también el pontífice, pues los principales móviles de la persecución, á más del odio al nombre cristiano, era el despojo de sus bienes á todos los que los poseían. Cuando el papa era llevado al suplicio, le salió al encuentro su valeroso diácono S. Lorenzo, que era la persona de toda su confianza, á quien había entregado en depósito las alhajas y reliquias de la Iglesia, y el dinero que servía para sustento del clero y limosnas para los pobres. Dicen las actas del martirio del santo papa, que el ilustre diácono le suplicó, como padre, que no le abandonase: «¿A dónde vais, padre mío, le decía, sin vuestro hijo? ¿á dónde camináis, santo Pontífice, sin vuestro diácono?». Enternecido S. Sixto le consoló y animó, anunciándole que le seguiría al cabo de tres días, que sus tormentos serían más rigurosos, y su victoria, por consiguiente, más gloriosa. Efectivamente, S. Lorenzo fué preso y conducido á presencia del prefecto de Roma, el que le exigió la entrega de los tesoros que tenía en su guarda. Accedió S. Lorenzo á esto, pidiéndole para ello un plazo de tres días. En este intermedio repartió todo lo que tenía entre los pobres, y trató de poner á buen recaudo las reliquias preciosas que guardaba, al cabo de cuyo tiempo, presentándose al presidente, le mostró la muchedumbre de necesitados que había socorrido, diciendo: «He aquí los tesoros de la Iglesia». Lleno de furor el prefecto, mandó atormentarle atrozmente, y, después, que fuese asado á fuego lento, en cuyo horroroso suplicio expiró el santo, rogando á Dios por sus verdugos. Era el año 258, y según Baronio el 261.


En los días empleados por el Santo en distribuir el tesoro de la Iglesia, envió á España el santo Cáliz con una CARTA SUYA, de la que hablaremos luego, sin que sepamos á qué persona confió tan delicado encargo, pues no nos merece crédito lo que acerca de su nombre dicen algunos escritores.

Como hemos visto, no existe documento alguno referente al Cáliz hasta su entrega por S. Lorenzo para que fuese llevado á España. Sin embargo, creemos que no son necesarios para certificarnos de su autenticidad, si se tiene en cuenta que desde la muerte de Cristo hasta la de S. Lorenzo sólo transcurrieron dos siglos y medio, tiempo de fervor tan intenso entre los cristianos, que juzgaban una gracia el derramar su sangre por la fe. Ahora bien, si en todo este tiempo se juzgó auténtico el santo Cáliz, hasta el punto que el papa S. Sixto lo considera como tal, y el intrépido S. Lorenzo lo manifiesta así en su carta, pensamos que son inútiles otra clase de documentos, pues ante una crítica imparcial tiene más valor una tradición de dos siglos y medio, conservada por personas especialísimas, incapaces de adulterarla y dispuestas á perder mil veces su vida antes que consentir el más ligero menoscabo de la fe y doctrina que profesan. No tenemos datos ciertos que nos indiquen el nombre del portador de la reliquia de Jerusalén á Roma, pero esto no destruye tampoco en lo más mínimo la tradición que existía en esta última capital de que el Cáliz que allí se veneraba era el mismo de la cena de Cristo, puesto que á pesar de la falta de documentos y pruebas no había ningún obstáculo para que se le dejase de considerar como el verdadero.

Ocúrresenos preguntar el por qué S. Lorenzo envió á España la preciosa reliquia, y no á otra parte. Todos los autores aducen como razón principal, el motivo de ser español el Santo, y con la reliquia quería remitir á su patria un testimonio del amor que por ella sentía. Y que á esta nación llegó prenda de tanta estima, están contestes todos los historiadores que del Cáliz se han ocupado, las leyendas de toda Europa, como ya veremos luego, y las tradiciones perpetuadas por los cronicones.


De que fué en Huesca y no en otra ciudad española donde primeramente estuvo el santo Cáliz que enviaba S. Lorenzo, de donde era hijo, es cosa también universalmente admitida, por una tradición constante, en todo el reino de Aragón. Muchos textos de autores españoles de todos los tiempos podríamos mencionar en corroboración de esta tradición, pero nos concretaremos á citar algunos, muy pocos, cuyo nombre es una garantía de verdad, por ser reputados como críticos notables. El arcediano Diego Dormer, hablando de la patria de San Lorenzo, escribe: «Que enviase á su patria nuestro santo glorioso el santísimo Cáliz cuando repartió sus tesoros, parece creíble, por la común tradición que en todo este reino lo afirma». Lo mismo dice Fr. Jerónimo Escuela: «Ya había repartido S. Lorenzo los tesoros á los pobres, ocultado y puesto en salvo las reliquias y enviado aquella principalísima del santo Cáliz á Huesca...» El historiador de S. Juan de la Peña y abad del mismo, Juan Briz Martínez, manifiesta la tradición del monasterio, escribiendo: «Lo llano y corriente es que el Cáliz del Señor lo subieron á S. Juan de la Peña los obispos de Huesca: ellos lo tenían en su iglesia por haberlo enviado S. Lorenzo á su propia patria, que es aquella ciudad, apartada por solas nueve leguas de este monasterio...».
Entre los innumerables autores que podríamos citar indicaremos: P. Juan Bta. Escorcia, De sacrificio Missae; Gavanto, In Rubric., part. II, tit. 1; Diego de Castillo, De vestib. Aaronis, v. 19, q. XXII; Fagundez, De praec. eccles., lib. III, cap. XXI; Cartagena, Homil., tomo I, lib. IX; Murillo, Discur. predic., serm. 3; P. Enrique Enriquez, Summa theol. moral, lib. IX, cap. XVIII; M. Alonso de Ribera, Histor. del SS. Sacram., trat. XVI; Molina, Instruc. de Sacerdot., trat. I, cap. XIV; Sebastián Barradas, Concord. evang., tom. IV, lib. II, capítulo XI; Esteban Menochio, Stuore, tom. I, cent. 4, cap. XVII; Benedicto Fidele, De Eucharis., v. 7, teor. 5; Suiri, In Evang., tom. III, trat. 3, cap. I; Luis de Flandes, Varii dialog., dial. 3, núm. 62, y otros muchos.
Los textos de estos autores y otros innumerables que hubiéramos podido transcribir, aunque como documentos históricos les concedemos escasa importancia, indican sin embargo que la voz y fama pública del reino de Aragón, derivadas de padres á hijos y en ningún tiempo interrumpidas, son que S. Lorenzo envió á Huesca el Cáliz de la cena del Señor. De cualquier manera, aunque no se quiera admitir el que estuvo primeramente en dicha ciudad, no por ello deja de ser cierto que se halló en el monasterio de S. Juan de la Peña el que hoy se tiene como preciada reliquia y se venera en Valencia. Pero veamos lo que nos dice la tradición sobre su traslado á dicho monasterio.

Invadida España por los moros, después de su triunfo en Guadalete, se extendieron por toda la península, apoderándose de las ciudades y pueblos que hallaron á su paso. Muchos señores, acompañados de sus vasallos, refugiáronse en las montañas, especialmente en las del Norte, y allí, henchidos de entusiasmo patrio, exaltándose su fe y avivado su amor á las tradiciones, se aprestaron á la defensa de su suelo, dando comienzo á la gran epopeya de la Reconquista, que duró ocho siglos. Excusado es decir que los cristianos lleváronse los objetos de más valor, y entre ellos las preciosas reliquias y ornamentos de las iglesias que los obispos pro- curaron poner á salvo para librarlo todo de las profanaciones del invasor. Lo mismo hizo el obispo de Huesca, que acompañado de su clero, se refugió en la alta montaña, llevándose consigo el santo Cáliz enviado por S. Lorenzo y las demás reliquias, Vasos y vestiduras sagradas. Dicho obispo, llamado Audeberto, que asistió al XVI concilio toledano en tiempo del rey Egica, colocó sus preciosos tesoros en la cueva de San Juan de la Peña, y en ella fijó su residencia, ejerciendo las funciones de su alta dignidad con el título de obispo de Aragón, continuando allí sus sucesores hasta el año 1060 en que se pasó la silla episcopal á Jaca, según acuerdo del concilio celebrado en la misma ciudad. (Mariana, Historia de España, lib. IX, cap. V; Abarca, Anales, año 1060; Blancas, Incomm. ent. rer. arag. initio; Carrillo, Historia de S. Valero; Flórez, España sagrada, etc., etc.)

El erudito Agustín Sales, tomando las notas de Briz, Abarca, Morales, Blancas y otros, hace historia del monasterio de S. Juan de la Peña, y aunque muchas de dichas notas no se ajustan del todo á la crítica histórica, transcribiremos en extracto su relato, pues por él veremos más adelante que todas las leyendas medievales, y aun anteriores, relativas al santo Grial (santo Cáliz), reconocen el mismo origen y vienen á demostrar que el que posee Valencia se veneró desde tiempos remotísimos en dicho monasterio, siempre con el respeto y culto que merecía al tenerse por el auténtico que empleó Cristo en la institución de la Eucaristía.

La traslación del santo Cáliz á la cueva de San Juan de la Peña, parece que fué por los años 713, en cuyo tiempo no era monasterio todavía este sitio, oculto entre las espesuras del monte Pano. En dicha cueva vivía retirado y penitente el santo ermitaño Juan de Atarés, quien mucho antes que los moros entrasen en España, tenía edificada una pobre ermita á honra de S. Juan Bautista (Briz Martínez, Historia de S. Juan de la Peña, libro I, cap. I).
En el mismo año 713, después de la invasión mahometana, muchos cristianos fugitivos se dirigieron á la parte opuesta de esta cueva, y á dos leguas del monte Oruel, en un delicioso llano, á la parte opuesta del referido monte Pano, en donde se hallaba la sagrada reliquia, comenzaron á edificar una población, á la que dieron el nombre de este último monte. Pero al saber esto Abderramán Iben Mohabia, rey de Córdoba, envió al general Abdelmelich Iben Keatan con un formidable ejército, el que batió las murallas y demolió hasta los cimientos de la población (2), regando las piedras con la sangre de los que alcanzó y todo el monte con las lágrimas de sus mujeres y niños. (La Crónica anónima de S. Juan de la Peña, publicada recientemente por la Diputación de Zaragoza, habla de la destrucción del poblado de Pano, dando curiosísimos detalles).
Sin embargo, no tocaron ni vieron la sagrada cueva de San Juan, que, como hemos dicho, estaba en la parte opuesta, y los mismos moros creyeron inaccesible, donde muchos cristianos, siguiendo el ejemplo del ermitaño Atarés, ya mencionado, llevaban vida de anacoretas. De todos éstos, pues, y de muchos caballeros hidalgos, clérigos y seculares, y principalmente del obispo y clero de Huesca, se reunieron más de 300 y eligieron por rey á Garcí Ximénez, constituyéndose una fuerza capaz de resistir cualquier irrupción. (En la obra Noticias y documentos históricos del condado de Ribagorza hasta la muerte de Sancho Garcés III, por M. Serrano y Sanz, Madrid, 1912, se insertan y estudian multitud de crónicas sobre San Juan de la Peña, probando la falsedad de algunas y rebatiendo á Briz y Abarca en lo que se refiere al reino de Sobrarbe, demostrándose la verdad de la fundación y su importancia en la historia. Inserta documentos muy curiosos. Véase también: Asturias y Aragón en la reconquista de España, por Pedro Gastón de Gotora, Huesca, 1909).

«Con la ayuda pues de estos nobilísimos caballeros, si bien no consta se les dieron el apellido de Sobrarbe ó de Navarra, como repara Mariana, con las compañías de cristianos que de cada punto venían á alistarse para sacudir el pesado yugo de los bárbaros, ayudados también de la fortaleza de aquellos lugares, á ejemplo de los asturianos y su rey Pelayo, defendían la libertad y la religión, y rebatiendo los diferentes asaltos de los bárbaros, ya arrojándose contra ellos en las llanuras para arrebatar el susto y el consuelo de la venganza, ya ganando muchas victorias, los desalojaron de las comarcas. Con esta prevención estuvieron seguras y libres del furor mahometano las sagradas reliquias de Huesca con nuestro sagrado Cáliz en aquella santa cueva de S. Juan, la que aumentada y ensanchada con nuevos edificios que se le arrimaron, vino con el discurso del tiempo á ser semejante á un edificio real, señalada y noble por los sepulcros de los reyes antiguos que allí se enterraron, siendo el primero su nobilísimo amplificador y fundador de aquel insigne monasterio, Don Garcí Ximénez».

Este relato, en cuanto á la importancia del monasterio, coincide con todos los indicados por los escritores antiguos y modernos. Acerca de sus orígenes y magnificencia posterior, dice Torres Campos que «un joven de noble familia de Zaragoza, de piedad ferviente, llamado Voto, cazando en la cima del monte Pano, en persecución de un ciervo, se halló al borde de una peña cortada á pico. La pendiente era casi vertical y el riesgo inminente. El ciervo y el caballo del cazador se detuvieron sobre el abismo. Voto pensó en la muerte é imploró el favor de Dios. Milagrosamente el caballo permaneció inmóvil, cuando el más leve movimiento hubiera bastado para que se despeñara con el jinete. Pasado el riesgo quiso Voto reconocer el precipicio; cortando el ramaje para abrirse paso, descendió con gran trabajo y llegó á una escondida cueva donde había una pobre ermita con estrecha vivienda, y junto á ella una fuente, á la cual acudían á beber las fieras. En la ermita encontró un altar dedicado á S. Juan, y tendido en el suelo un cadáver incorrupto, vestido de sayal; era Juan de Atarés. Según la tradición, aquella ignorada ermita existía desde antes que cayera la monarquía visigoda. Desde entonces fué la morada de Voto y de su hermano Félix... La fama de los santos anacoretas atraía á los fieles; á su alrededor acudieron otros, constituyendo un núcleo de santidad y vida devota que alcanzó gran prestigio entre los habitantes de aquellas asperezas...; la historia de la gruta se confunde con la de Sobrarbe, que se continúa por la de Aragón más tarde, y las refleja página por página, hasta los tiempos de la conquista de Huesca; porque S. Juan de la Peña, es, no sólo ilustre casa de religión que sirve de centro para la reforma cluniacense, trasladada desde ella á Oña, S. Salvador de Leyre y otros monasterios, para la adopción del rito romano y para la reunión de concilios en el siglo XI, sino también asilo y fortaleza, alcázar y panteón de monarcas, punto de reunión para tratar asuntos del reino, lugar venerando donde se venía á implorar el favor divino para las grandes empresas y á dar gra- cias por las victorias obtenidas, residencia de prelados y archivo de las glorias aragonesas. Garcí Ximénez convirtió la ermita en templo, colocando por piedra angular la en que reposaba la cabeza de Juan de Atarés, erigió allí mismo alcázar, y adoptó aquél sitio para panteón suyo y de sus sucesores» (Un viaje al Pirineo, Boletín de la Sociedad Geográfica de Madrid, tom. XXVI. El Sr. Martínez Herrero, en su libro Sobrarbe y Aragón, hace una detallada descripción del monasterio y narra las diferentes vicisitudes por que ha pasado hasta nuestros días).

Por lo dicho acerca del origen é importancia de S. Juan de la Peña, eliminados los hechos que tienen carácter de leyenda, venimos á concluir que fué en sus primitivos tiempos uno de los lugares más importantes del reino aragonés, donde se guardaban insignes reliquias y documentos de gran interés histórico. En 1134 hallábase allí el santo Cáliz, encerrado en riquísima caja de marfil, pues en auto testificado con fecha de 14 de diciembre del mismo año, se leía en latín lo siguiente: «En una arca de marfil está el Cáliz en que Cristo nuestro Señor consagró su sangre, el cual envió S. Lorenzo á su patria Huesca», documento que se custodiaba en el archivo de dicho monasterio y que tradujo y copió el canónigo de Zaragoza D. Juan Agustín Ramírez (Vida de S. Lorenzo, tom. I, pág. 101).

Creemos que lo dicho bastará para cimentar la tradición de que dicho monasterio fué el depositario del Cáliz de la cena del Señor durante varios siglos, perseverando siempre la creencia de que era el mismo que envió S. Lorenzo á España desde Roma con una carta suya.
El hecho histórico del traslado del santo Cáliz desde Huesca á la cueva que después fué célebre monasterio de S. Juan de la Peña, las circunstancias excepcionales en que se realizó el suceso, la impresión que produjo entre los que supieron la desaparición de la sagrada reliquia y la transmisión de noticias de viva voz acerca de ella á través de varias generaciones, nos mueven á pensar que son el fundamento de la mayor parte de las leyendas que constituyeron el período de la literatura caballeresca. Los sucesos que referidos quedan laten, aunque desfigurados, en todas las obras de aquella época, y esto creemos también que es un decisivo argumento en favor de la tradición española referente á la preciosa joya que se venera en Valencia.

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