Dámaso Sangorrín
Diest
(Deán de la
Catedral de Jaca)
Publicado por
primera vez en la Revista Aragón,
año III - nº 25,
Zaragoza, octubre de 1927
De Jerusalén a
Aragón
Con los datos y
razonamientos del capítulo precedente creo haber demostrado que "el cáliz
de Valencia puede ser el que usó Jesús en la Cena eucarística", tal como
hoy se encuentra en sus materiales, figura y decorado; que era lo que nos
interesaba saber y a cuyo esclarecimiento he encaminado las averiguaciones
directamente como fundamento de las que han de venir, no fuera que,
entusiasmado con tan bello asunto, cayera el investigador en el absurdo de
sostener como real una quimera y de proponer como verdad historica lo que
careciera hasta de verosimilitud.
Indirectamente,
además, esos datos arqueológicos pueden servirnos para clasificar los otros dos
Vasos que han quedado los últimos en disputarle al nuestro la autenticidad: el
de Jerusalén y el de Génova.
Hemos visto que
en aquellos tiempos se preparaba el vino amerado en un gran recipiente llamado
cratera, del cual se sacaba con un cazo para llenar las copas de los
comensales. Aquel Cáliz del Señorque se veneraba en Jerusalén - si es que se
veneró, que no pudo ser antes del siglo IV como decía Antonino, ni despues de
la invasión de Omar en el VII como le dijo el monje Pedro al obispo Arculfo y
éste a Adamnán y éste a S. Veda, y en el tiempo intermedio no lo menciona
nadie- aquel Vaso pudo haber sido la cratera o depósito del vino en la Cena de
Jesús, ya que por su forma de ancha boca y por su gran capacidad de más de
siete litros se prestaba magnificamente para este objeto: y hasta el ser de
plata, como dicen que era, corresponde a la opulencia del dueño del cenáculo y
a la suntuosidad de la habitación, del Cáliz del Maestro y de todo el servicio
de mesa y lavatorio. Y por eso, en cierto modo puede ser llamado "Vaso del
Señor", puesto que sirvió en la Cena del Señor para contener el vino que
se bebió en ella, del cual tomó Jesús el que convirtió en su Sangre preciosa.
El de Génova
-que todavía existe- tiene un historial más claro, aunque con las dudas y
variantes que han acumulado las leyendas de tantos siglos. Su mismo nombre de
Catino, que ya sabemos que no es copa ni vaso, le resta todas las
probabilidades de competencia con nuestro Cáliz. Sin embargo, ya que la
tradición o leyenda o lo que fuere se ha sostenido hasta nuestros días
reconociéndolo como "Vaso de Jesús", y la Academia de Ciencias de
París lo declaró ser un objeto de muy remota antiguedad, veamos qué papel pudo
hacer en la sagrada Cena. Muy parcos los evangelistas en anotar detalles de la
vida del Maestro, puesto que les interesaba más su santa doctrina para
enseñanza y conversión de todas las gentes, solamente mencionan con la
suficiente extensión los dos más notables sucesos de aquella Pascua memorable:
la institución de la Sma. Eucaristía y el Lavatorio de los pies. De la primera
no citan más objetos que el Cáliz de que se sirvió el Señor y el plato general
donde debió estar el cordero asado de la cena pascual; del segundo nombran la
jofaina y la toalla, nada más: ni los vasos o copas de los discípulos, ni la
cratera, ni el ánfora de agua para servir en la jofaina, ni los demás
adminículos de la mesa. Por eso debemos recoger con más amor y veneración estos
contados datos arqueológicos que nos suministran los Evangelios. El Sacro
Catino, ya que no pudo ser, evidentemente, por su escasa profundidad la jofaina
del lavatorio, bien pudo ser el plato del asado por su forma y tamaño, que
quedan descritos antes. Con dos nombres lo citan los Evangelios, aunque Jesús
no lo nombró más que una vez cuando, al preguntarle los discipulos quién era el
traidor, dijo: "El que pone la mano conmigo en el plato". En la
parópsi, dice S. Mateo; (parópsis es fuente ovalada o rectangular): en el
catino, dice S. Marcos; (catino es plato hondo o simplemente plato). En ambas
acepciones de la versión latina, no es copa o vaso de beber, sino lo que es el
de Génova; un plato de mesa: muy venerable por haberse servido de él el Hijo de
Dios en la cena legal, pero de ningún modo el Cáliz eucarístico.
Orillados por sí
mismos y sin grande esfuerzo estos dos Vasos célebres, a los cuales ya no los
debemos mirar como rivales sino como compañeros del nuestro en aquella
sacratísima Cena, nos queda el de Valencia como posible arqueológicamente.
Ahora hay que presentarlo como probable históricamente, y de allí deducir la
certidumbre moral en respuesta a esta cuestión que quedo planteada: "Si la
Providencia ha dispuesto en sus altos juicios que se conservarse hasta hoy el
Cáliz de la Cena eucarística, ése es el de Aragón".
El Cáliz de
Jesús es en su Iglesia una reliquia insigne. Si no es la principal, porque
acaso lo sea la Santa Cruz, fué, antes que ésta, la primera y la más augusta
que poseyeron del divino Maestro sus discípulos.
Con el nombre de
reliquia se entiende aquí todo lo que pertenece al Señor, a su Sma. Madre o a
sus Santos: lo mismo los despojos fúnebres de sus cuerpos -exceptuados,
necesariamente, los de Jesús y María que están íntegros y gloriosos en el
cielo- que las prendas de su vestido, los objetos de su uso particular y los
instrumentos de su martirio. Reliquia viene de relinquere, que es
"dejar"; dejar señal o recuerdo de algo; quedar una parte de un todo
que ya no existe; lo que ha podido conservarse de una destrucción.
Las reliquias en
este sentido, aunque sean excelentes medios para sostener la fe y avivar la
devoción, no son absolutamente necesarias en la Iglesia de Cristo, pues sabemos
que cerca de trescientos años estuvo privada la cristiandad del rico tesoro de
la Santa Cruz del Redentor, hasta que Santa Elena la encontró por inspiración
divina. De todas las reliquias que hay en la Iglesia Católica, solamente una
tiene autenticidad tan clara y excelsa, que nos obliga a creerla como artículo
de fe, y es la Sagrada Eucaristia "que nos dejó Jesús en su admirable
Sacramento como memoria de su Pasión" (además de ser esencialmente el Pan
de vida eterna): todas las demás, por muy venerables que sean, carecen de esta
tan alta autenticidad, aunque tengan para los fieles la garantia máxima de la
aprobación de la Iglesia, ya cuando prescribe el grado de culto que se les haya
de tributar, ya cuando permite exponerlas a la pública veneración.
Volviendo a
aquella memorable última Pascua del Maestro, hallamos que se conservan hasta el
día de hoy, la mesa en la Basílica Lateranense, sus manteles en Viena de
Austria, la fuente o catino del cordero pascual en Génova, y quizá se guardó
algún tiempo en Jerusalén la cratera de mezclar el vino: ¿por qué no se ha de
conservar también el Santo Cáliz, el objeto más precioso y venerado de aquella
velada? El dueño de la casa y de todas esas reliquias, que era uno de los
discípulos de Jesús y que recibió con ellos el Espiritu Santo en su misma
habitación; que la cedió generosamente desde el día de la Cena a los apóstoles
para su refugio hasta la resurrección y ascensión del Maestro y para la
iniciación de la Iglesia en las semanas siguientes; que les permitió retener -
o más probablemente les regaló- esos objetos que habían servido en la santa
Cena, ¿se había de mostrar duro o tacaño en conservar para sí el Cáliz del
Señor?
Para comprender
cómo los Apóstoles, que tan solícitos estubieron en recoger las santas
reliquias de aquella noche, fueron tan descuidados en guardar la Cruz, su
título y los clavoes (que permanecieron por permisión divina tres siglos
enterrados en sitio completamente desconocido), tenemos que colocarnos
mentalmente en su lugar y situación en aquellas horribles horas del
prendimiento, acusación, sentencia y ejecución del Maestro cuando todo
Jerusalén parece que respiraba odio y persecución contra El y sus amigos, y
cuando el más valiente y obligado, Pedro, que en su natural impetuosidad había
esgrimido la espada para defenderlo, cayó luego en la depresión de negar que
conociera a Jesús Nazareno "Muerto el Pastor, se dispersó el rebaño";
y solamente se creyeron un poco seguros en la casa de un príncipe del pueblo, y
allá huyeron, al Cenáculo del Padre de familia: hasta que, reanimados y confirmados
en la fe a la vista del Maestro resucitado, y vivificados después por el fuego
del Espíritu Santo, emprendieron animosos y sabios la conquista espiritual de
todo el mundo. En esos días de preparación para esta empresa verdaderamente
sobrehumana, tuvieron tiempo y ocasión suficientes para recoger y guardar todas
las reliquias del Salvador que sabemos que han llegado hasta nosotros y algunas
otras que en el transcurso de tantos siglos habrán perecido.
Y nadie se
acordó -insistira alguno- de guardar la Santa Cruz que era la principal
reliquia de la Redención; dando lugar con este olvido a que se perdiera
entonces, a que estuviera tres siglos sin la veneración debida y a que tuviera
que intervenir con prodigios la Providencia para su invención y autenticación ...
Que equivale a decir, que con el mismo cariño y estima ha de conservar los
hijos el reloj de su padre difunto, sus joyas, su cartera, sus libros y objetos
predilectos, que las armas con que quizá fué asesinado o la argolla vil con
que, aun inocente, perdiera la vida en el patíbulo. Si no es con cierta
cantidad de atención, no podemos ahora darnos cuenta de la infamia y maldición
que representa la cruz por sí misma y por los crueles sufrimientos y agonía
lenta que padecían en ella los ajusticiados. Ahora vemos en la Cruz la señal de
redención, de triunfo, de gloria y de honor: pero los Apostoles veían en ella
entonces nada más que el horrendo y espantoso madero del suplicio.
Por otra parte
-y conviene reforzar este punto histórico, ya el Santo Cáliz era, fuera de la
Cruz, la más augusta reliquia del Maestro- nos es muy fácil en la actualidad el
creer en la divinidad de Jesucristo, después de tantos siglos de predicaciones,
de milagros y de frutos que la confirman, y necesitamos más esfuerzo de
asentamiento para creer que el divino Maestro era también hombre verdadero, tal
como nosotros, "en todo semejante a los hombres, menos en el pecado";
pues parece que su humanidad quiera esfumarse en nuestra pobre inteligencia
entre los destellos de su inefable divinidad.
Muy de otra
manera ocurría en tiempos de los Apóstoles: predicaban la doctrina de Jesús,
Hijo de Dios, a gentes que, creyeran o no creyeran que era el Mesías, lo habian
conocido y reputado los mas como hombre solamente, a pesar de sus estupendos
milagros, y como un hombre condenado a muerte lo habían visto morir de dolor en
un suplicio infamante. Y para inculparles a aquellos judíos "de dura
cerviz" la divinidad del Maestro, mejor que recordarles su Cruz y sus
humillaciones, era proponerles el trunfo de su Resurrección y la gloria de su
Ascensión, que muchos del pueblo habían presenciado. Aun S. Pablo, algunos años
después, luchaba enérgicamente para convencer a los pueblos de que por la
"estulticia", necedad e infamia de la Cruz se habían de salvar los creyentes.
La prueba que se
basa en la argumentación que los dialécticos llaman a pari, o también ex
regulariter contingentibus (por lo que ordinariamente ocurre; por el camino
normal de los sucesos) tienen una fuerza incontrastable cuando se aplica a
objetos no exceptuados, es decir, que no se salen del curso regular de los
acontecimientos por aquello de que "las mismas causas, aplicadas en
idéntico proposición, producen siempre iguales efectos". Pero cuando el
suceso y el objeto de la averiguación son excepciones de la norma corriente
entonces hacen falta otras pruebas apodícticas que demuestren su existencia
fuera de la norma, o a pesar de la norma. Este género de probanza, muy lógico y
racional y de constante aplicación en toda clase de disciplinas, nos va a
servir en ésta para explicar algunos extremos que de otro modo quedarían
obscuros.
Puesto que los
Apóstoles pudieron conservar piadosamente en aquellos primeros días de su
actuación los objetos que había usado el Maestro en el misterioso banquete de
despedida y muchas otras reliquias Suyas que todavía subsisten y honran a las
iglesias que las poseen, no hay razón alguna para exceptuar de ellas el Santo
Cáliz que era la más insigne y la que les recordaba vivamente aquel primer
Sacrificio del Nuevo Testamento, que era testimonio, a su vez, de la Pasión del
Maestro, de la Redención del mundo y del origen de su ordenación sacerdotal con
potestad para perpetuarla.
Al separarse los
discípulos, después de la venida del Paráclito para anunciar la Buena Nueva a
todas las naciones, no es extraordinario ni excepcional que el Cáliz que usó el
Maestro quedara en poder del primero de sus Apóstoles, a quien había
constituído Jefe de su Iglesia y Pastor de los Pastores: lo excepcional, y por
lo tanto inexplicable sin el concurso de una prueba plena y decisiva, sería que
hubiera ido a parar a otras manos. Así es que podemos seguir creyendo que el
venerado Cáliz del Salvador pasó de Jerusalén a Roma por conducto y bajo la
piadosa custodia de su Vicario y Jefe visible de su Iglesia: siendo también muy
natural y creíble que se sirviera de este sagrado Vaso S. Pedro para celebrar
el Santo Sacrificio, como consta por antiquísima tradición que se servía para
altar de una parte de la mesa de la cena, la que todavía se venera en Latrán.
Respecto al
tiempo intermedio y lugares donde pudo estar el Santo Cáliz desde Jerusalén a
Roma, hay un precioso dato que encuadra admirablemente en su historia y es
éste: Al no haber encontrado los Cruzados en Palestina rastro alguno del Cáliz
del Señor, vino a Occidente con ellos la idea -conservada en aquellas regiones
orientales por inmemorial y constante tradición- de que la insigne Reliquia
había estado algún tiempo venerada en Antioquía, y que un obispo de esa ciudad
la había llevado a Roma. Entre otros autores que se han hecho eco de esta
tradición, merece especial mención por su modernidad el tenor Viñas en una
conferencia que dió en la "Asociación wagneriana" de Madrid, a raíz
del estreno de Parsifal en España. Sus palabras temáticas fueron éstas:
"Un obispo de Antioquía fué quien llevó el Grial (todavía no se llamaba
así entonces) de Oriente a Roma". Perfectamente: puesto que el Príncipe de
los Apóstoles fué el primer obispo de Antioquía antes de trasladar su Sede a la
capital del Orbe, continúa siendo normal y fácil el camino del Santo Cáliz,
llevado por S. Pedro a Roma. De aquí se puede también deducir lógicamente que
este primer Pontífice no consideró la sagrada Reliquia como propiedad personal,
ni aun como de pertenencia apostólica -pues en este caso pudiera haberla dejado
en Antioquía- sino que entendió cumplir la voluntad providencial llevándola al
centro de la Iglesia, para que siguiera en poder de sus sucesores en el máximo
pontificado, Vicarios de Cristo como él.
Y si, por seguir
hasta el pie de la letra esta tradición, persistimos en creer que no fué S.
Pedro sino otro obispo quien llevó de Antioquía el Cáliz, nos hallamos
inmediatamente fuera de la normalidad ¿Qué otro obispo después del Apóstol pudo
poseer el Santo Vaso?¿Por cuál camino y con qué derecho? Extremando las
concesiones -que son excepciones sin justificar- supongamos que S. Pedro dejó
la santa Reliquia en poder de su sucesor en Antioquía S. Evodio y que de éste
pasó a S. Ignacio y luego a otros sucesores, hasta que uno de ellos llevó a
Roma: y aquí tenemos que este traslado, que se ve muy fácil en los tiempos de
S. Pedro, puesto que no había principiado en Roma la persecución contra los
cristianos, se hace inexplicable en los tiempos de sus sucesores en Antioquía,
cuando ya se había generalizado la persecución en todo el imperio romano. Sí
que fué a Roma un obispo de Antioquía, el insigne mártir y doctor S. Ignacio,
pero conducido cargado de cadenas como un criminal por orden de Trajano, para
ser arrojado en el anfiteatro a las fieras, que no dejaron de su cuerpo más que
los huesos más duros. Siendo tan sencillo y natural el camino de S. Pedro, que
siempre lo ha sostenido nuestra tradición y no repugna a la oriental, ¿por que
se ha de buscar otro fuera de lo corriente?
Una vez en Roma
el Santo Cáliz y vinculada su posesión en el Jefe de la Iglesia, lo normal y
lógico sería que lo poseyera hoy el actual Papa, si los tiempos hubieran sido
normales en tantos siglos de distancia. Pero al recordar cómo fué perseguida la
Iglesia y sus Jefes desde los años de Nerón, y por cuántas y cuán terribles
pruebas pasaron los fieles en las cruentas y feroces persecuciones de que
fueron víctimas, parece que lo natural y explicable sería el que se hubiera
perdido esta riquísima Copa en alguna de las innumerables expoliaciones y
confiscaciones que decretaron los emperadores romanos contra los cristianos y
sus propiedades: y, en efecto, se perdió: se perdió para Roma.
Veintitrés Papas
sin interrupción después de S. Pedro, que consagraron y bebieron como él en el
Cáliz del Rdentor su divina Sangre, dieron la suya propia en testimonio de su
fe y en defensa de la doctrina y de la grey cristiana: veintitrés veces subió
otro Jefe a reemplazar al sacrificado con la esperanza cierta de seguirlo
también en el sacrificio, y con el temor de que los perseguidores arrebatasen
entre los tesoros de la Iglesia -que los buscaban tanto o más que las vidas de
los Pontífices- la sagrada Reliquia de la última Cena del Maestro. Pudo ésta
librarse por más de dos siglos de la rapacidad de los enemigos, sabe Dios a
fuerza de cuántos sacrificios y precauciones, hasta que llegó una época de tal
violencia en la persecución de Valeriano y Galieno (año 258, según otros, 261)
que el buen Pontífice Sixto II creyó fundadamente que todo estaba en inminente
peligro de perderse; su vida, como las de sus antecesores, y todos los objetos
de valor que aún poseía la Iglesia. Resistiendo enérgico las intimidaciones
para que los entregase, fué encarcelado y condenado a muerte; pero halló medio
de ordenarle a su fiel Diácono y tesorero Lorenzo que vendiera inmediatamente
todos los tesoros y distribuyera el dinero entre los pobres. Cumplió el insigne
tesorero la orden de su Pontifice, y aún tuvo la satisfacción de salir a su
encuentro cuando caminaba al lugar del suplicio, cruzándose entre los dos
aquellas memorables palabras: "-¿A dónde vas, Padre, sin tu hijo?¿A dónde
va el Pontífice sin su diácono? Nunca solías celebrar el Sacrificio sin tu
ministro y ahora prescindes de mi. ¿En qué he ofendido a tu Paternidad? ¿Me has
encontrado desleal en algo? Mira que ya he repartido los tesoros que me
encomendaste y puedo ir libremente contigo. No me abandones, Padre Santo! - No
te abandono, hijo, ni te inculpo: ya tendrás tu parte en la victoria (del martirio).
A mi ancianidad le basta con este pequeño combate (la decapitacion): a tu
juventud y fortaleza se le reservan mayores tormentos y más glorioso triunfo.
Pasados tres días le seguirá al Sacerdote su Diácono". Y así sucedió: S.
Sixto fué decapitado el 6 de Agosto y S. Lorenzo martirizado el 10.
Esto es lo que
refiere la Historia eclesiástica, apoyada en venerables documentos. Murió el
Pontifice, murió el tesorero y los pobres se beneficiaron de los tesoros que
tanta codicia inspiraban a los perseguidores.
¿Qué se hizo el
Santo Cáliz? Continuando el género de razonamiento empleado hasta aquí,
naturalmente, lógicamente debió perderse entre los pobres de Roma entregado por
S. Lorenzo en aquellos cortos y aciagos días, o más bien entre los logreros y
joyeros de la ciudad a quienes el santo tesorero les vendiera las alhajas para
distribuir su precio entre los fieles necesitados. Y puesto que la conservación
del sagrado Vaso se sale de lo natural y corriente, es necesario que haya una
prueba que acredite que nuestro insigne compatriota no lo entregó a los pobres
ni lo vendió, sino que halló un medio de librarlo eficazmente de las pesquisas
de los emperadores de Roma. Esta prueba es la tradición constante en Aragón,
consignada por todos los escritores que tratan del asunto desde los tiempos más
antiguos, según la cual S. Lorenzo no quiso vender el Cáliz del Señor, movido
de su gran veneración a tan augusta Reliquia, sino que lo entregó con carta
suya a personas de su país para que lo trajeran a Huesca, su patria. Tan
generalmente extendida se hallaba en España esta antiquisima tradición, que dió
lugar en los siglos pasados a la especie errónea -sostenida por algunos
escritores valencianos- de que fué Valencia y no Huesca la patria del glorioso
Diácono, por el hecho de estar en Valencia el Santo Cáliz y constar por las
memoria antiguas que S. Lorenzo lo había enviado a su patria. Pero esta
pretensión, desacreditada apenas nacida, no merece ya ni una línea de
refutación.
Viene a
corroborar la piadosa creencia del envío del Santo Cáliz por S. Lorenzo a
España, lo que quedó insinuado en el capitulo anterior acerca de uno de los
frescos de la Basílica del glorioso Diácono, extramuros de Roma. Si lo recuerda
el lector, en dicha pintura mural - atribuída por Fleury al siglo XIII - está
el oficiante entregándole a un soldado arrodillado un cáliz con asas, y que
parece recibirlo con adoración, acompañado de otro soldado armado, como testigo
del acto o como defensor de la alhaja. En la completísima Guía moderna de Roma,
titulada Rompilger, escrita por Mr. De Waal, Rector que ha sido treinta años
del Campo Santo de la misma Basílica de S. Lorenzo fuora le mura, al llegar a
ella pone estas preciosas frases que ilustran de modo admirable nuestro asunto:
"Las pinturas del pórtico representan, a la izquierda la historia de S.
Esteban y la traslación de su cuerpo a Roma y a esta iglesia; a la derecha, el
martirio de S. Lorenzo y ciertos episodios legendarios en la Edad Media,
relacionados con la veneración que se tenía a este santo". Y como uno de
esos episodios hemos visto que es la entrega de un cáliz, tenemos que esta
creencia se hallaba extendida en Roma en la Edad Media y fué perpetuada en la
pintura como hecho notable de la vida del ínclito Mártir oscense.
Contra esta
interpretación tan sencilla y natural no vale el argüir diciendo: Puesto que en
la Liturgia de aquella época los Diáconos administraban la Comunión y la
servían a los fieles en las dos Especies Sacramentales, esa pintura quiere
decir que S. Lorenzo le da a beber el Sanguis al fiel que aparece arrodillado,
el cual, por devoción, quiere besar el pie del cáliz antes de beber en él: y no
hay más significación que ésta en esa escena. -Pero eso (puede contestarse)
aunque es verdad que era uno de los ministerios del santo Levita, no es tan
insólito y trascendeltal en su vida que mereciera quedar recordado en un
fresco, junto a los otros que lo presentan ya sirviendo al Pontifice como
Diácono, ya rodeado de innumerables pobres distribuyéndoles los tesoros de la
Iglesia, ya dialogando con S. Sixto cuando era conducido al suplicio, ya
finalmente cuando él sufrió el suyo tostado en las parrillas. Además de que
este simple hecho de que un Diácono de entonces dé la Comunión, no es para
originar leyendas en la Edad Media ni en la Moderna ni en ninguna de las que
han de venir.
¿Con quién y a
quién mandó el Cáliz S. Lorenzo a Huesca? Cuestiones son éstas que, de no poder
resolverlas satisfactoriamente, vale más que continúen en el misterio; y así
nos evitaremos muchos errores. Tales como el de un escritor antiguo que
"averiguó" que se llamaba Recaredo el sujeto portador de Roma a
Huesca, sin tener en cuenta que ese nombre, claramente visigótico, es un feo
anacronismo en Roma y en España a mitad del siglo III; o como el de otros autores
que afirman "sin dudar" que en Huesca lo recibió naturalmente su
obispo, sin pararse a pensar si lo había o no entonces en Huesca; que no lo
había aun, pues el primero de quien se tiene alguna noticia cierta es Vicencio,
por los años 553, o sea, 300 después del suceso. Más cerca de la verdad estaría
quien sospechara si el santo Diácono le envió la venerada Reliquia a su padre
San Orencio, que aún vivía, -y quizá también su madre Santa Paciencia- y
residía en su patria, en la que fué su casa y posesión de Loret, hoy iglesia de
Loreto.
Aquí creo
necesario advertir, para evitar el fácil error en que han caído algunos
escritores, que este nombre antiguo de Loret que tenía la granja y casa de los
nobles padres de S. Lorenzo, donde nació el insigne Mártir y donde está la
iglesia actual de Loreto, extramuros de Huesca, no proviene de la santa Casa de
Nazaret, trasladada milagrosamente a Loreto de Italia el año 1294, pues se
llamaba ya Loret la finca de Huesca desde tiempos muy anteriores a esa fecha de
la Casa de Loreto; como lo prueban, entre otros documentos, el de la donación
de dicha iglesia de Loret al Monasterio de Montearagón en 1102 y el de la
institución de la Cofradía de S. Lorenzo en ella en 1240. Probablemente este
nombre viene del antiquísimo Iluro romano, como Lloret de Cataluña, el Olorón
de Francia y este Loreto de Italia, que parecen tener todos el mismo origen
toponímico.
El portador, o
tal vez mejor dicho los portadores del Santo Cáliz desde Roma a Huesca eran
españoles, según la tradición; (todavía no los podemos llamar
"aragoneses" aunque fueran del mismo Huesca porque no existía aún el
nombre de Aragón como país, sino que a lo más les podríamos decir
"celtíberos" o "vescitanos" u "oscenses"): eran
cristianos, necesariamente, pues de no serlo no les habría entregado S. Lorenzo
el sacratísimo Vaso; y eran probablemente soldados, no sólo por lo que aparece
en la pintura de la Basílica de Roma, sino porque Roma, centro y señora del
mundo, nutría sus Legiones imperiales con soldados de todas las regiones de sus
dominios, y es muy natural y casi obligado que no faltaran a la sazón en Roma
legionarios de todas las provincias españolas, como no faltaron de nuestra
nación sabios, poetas, filósofos y hasta emperadores, que hicieron famoso en
Roma y en todo el mundo el nombre hispano. Si aun hoy mismo no sería defícil el
hallar en Roma dos españoles a quien encomendar un encargo tan delicado, mucho
más fácil debió ser entonces por la grande y necesaria afluencia de gentes de
todas clases y de todos los países al centro universal. Y hasta en la clase
militar se ve sencillo y normal el retorno a su patria de los residentes en
Roma, ya fuese por las necesidades y contingencias del servicio, ya por
cesación en él por efecto de la edad o de la terminación de su compromiso en
banderas.
Esta es la
tradición, única prueba que tenemos para explicar la existencia del Santo Cáliz
de Jesús en Aragón: tradición tan verosímil, tan dentro del curso de los
sucesos y de los tiempos, que, rechazada ella, todas las demás que pretendieran
substituirla habrían de caer forzosamente en lo extraordinario y anormal,
cuando no en lo quimérico y absurdo.
Termino este
punto con el testimonio de los PP. Bolandistas, cuya autoridad en materias
hagiológicas es universalmente admitida sin discusión. Tratando del asunto en
las Actas de S. Lorenzo, y después de presentar algunos pequeños reparos, que
más bien son lamentaciones de la escasez de noticias y documentos, dicen:
"Mas porque, no obstante dichas dificultades, pudo ser que el Santo Levita
enviase en realidad el Cáliz a España, de donde parece ser oriundo el Santo, y
por otra parte no se exhiben documentos ciertos que convenzan de la falsedad
del hecho, por lo tanto dejamos la venerable tradición en el estado en que se
halla, dispuestos a confirmarla con más vigor siempre que los españoles
eruditos nos comuniquen monumentos oportunos, lo que deseamos vivamente".
(CONTINUARÁ)
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