EL SANTO GRIAL EN ARAGÓN. II
Dámaso Sangorrín
Diest
(Deán de la
Catedral de Jaca)
Publicado por
primera vez en la Revista Aragón,
año III - nº 23,
Zaragoza, agosto de 1927
El Cáliz de
Valencia
Pretendo llegar
a esta conclusión: El Santo Cáliz que se venera en Valencia puede ser el que
uso Jesús en la última Cena.
Una vez
demostrada esta afirmación, que, aunque no sea definitiva, es la única racional
que puede hacerse en buena crítica, ya no será temerario el intento de pasar a
esta otra: Si el Señor en sus inexcrutables designios ha querido que se
conservase hasta el día de hoy el Cálid de que se sirvió para dar a beber a sus
discípulos su primera Sangre eucarística, ese Cáliz es el nuestro, es decir, el
que hoy está en Valencia, que antes estuvo en Barcelona, antes en Zaragoza,
antes en San Juan de la Peña, antes en Jaca, antes en las montañas jacetanas, antes
en Huesca, antes en Roma, antes en Jerusalén.
Con estas bases
se facilitará el avance para la identificación del Santo Cáliz con el Santo
Grial y para la localización y origen de sus leyendas.
Y conste
incidentalmente que al llamarlo "nuestro" no es mi ánimo el
disputarle su posesión a los valencianos, pues estando en España, y más, en una
ciudad insigne de la antigua Corona de Aragón, bien está. Pero respecto a la
propiedad de la alhaja que "goza hoy la santa Iglesia de Valencia, por
camino que allá saben, y por mano del Rey Don Juan el segundo", como decía
el Dr. Briz Martínez, Abad Pinatense, algo hemos de indagar de ese
"camino", hoy desconocido de la inmensa mayoría de los valencianos y
solamente sabido por algunos especializados en esta materia, que se lo callan
como si fuera deshonroso, y no lo es ciertamente. Seguiré, pues, llamándolo
nuestro Cáliz.
Veamos su
descripción tal como la hacen los autores, o como podría hacerla - aunque menos
completa - el que esto escribe, ya que tuvo la dicha de adorarlo y examinarlo
bien de cerca en su nuevo altar, gracias a la amabilidad del doctísimo canónigo
valenciano D. Jose Sanchis Sivera, autor de un libro muy documentado sobre este
asunto y de otros muchos trabajos de Historia y de Arqueología. Las notas que conservo
dicen así: "Copa, diámetro 10 centimetros; alto total del Cáliz, 18; pie,
ovalado 14 X 9; grecas cinceladas en las asas, vara, nudo y guarniciones del
pie; es bastante traslúcida la piedra, de grueso en el borde unos 3 milímetros;
se le notan un poco las fracturas y la falta de 2 perlas". Su descripción
completa, según la dejó consignada en 1736 el Dr. D. Agustín Sales - que
escribió una muy notable DISERTACION acerca del Santo Cáliz de Valencia, de la
cual me sirvo para muchos datos - es ésta: "Es de piedra ágata cornerina
oriental, lo cual confiesan concordes los lapidarios más insignes que han
investigado con toda diligencia su materia determinada; y con este nombre se
halla en los Inventarios de las Sagradas Reliquias de este Metropolitano Templo.
Bien sé que muchos autores afirman que es "Calcedonia" (ágata azulada
o gris perla), pero no acertaron ... por no haber consultado los Archivos de
esta S. I. Metropolitana. El color de este Sagrado Cáliz es tan extraño y
peregrino, que al volverle, se van formando diferentes visos ... y si bien a
primera vista se representa como una brasa de fuego amortiguada, sin embargo,
como es piedra tan hermosa, matizada de diferentes colores, nadie ha podido
explotar la especie de su principal color, precediendo esto, no por
intervención de milagro, como juzga el vulgo, sino de la virtud natural de la
piedra ágata. La Sagrada Copa es del tamaño de una media naranja grande (de las
más grandes) capaz de unas diez a doce onzas de vino, alta cuatro dedos, y está
desnuda de toda guarnición sobrepuesta. El pie del mismo color que la Copa,
parecede "Concha" y está guarnecido al derredor y medios de oro
purísimo, con 28 perlas finísimas del grueso de un bisalto (en la actualidad
faltan 2, que probablemente se desprendieron cuando ocho años después de esta
descripción se cayó el Cáliz y se quebro la Copa)), dos balages (balaje es
"rubí"), y dos esmeraldas de gran valor, y es de alto unos tres dedos
y medio. La vara, con su nudo, alta de tres dedos, y las dos asas, son de oro purísimo
con diferentes y primorosos buriles que denotan su gran antigüedad. Finalmente
todo el Sagrado Cáliz, que entre Copa, Vara y Pie tiene casi un palmo, ni es
tan grande que en él sobrase, ni tan pequeño que faltase la congrua bebida para
todos los que de él bebieron".
En la
descripción que hace el citado Sanchis Sivera dice "La vara con su nudo,
que mide siete centímetros, y las dos asas, que naciendo del extremo de la
misma llegan hasta la base de la copa, son de oro purísimo, con diferentes y
primorosos adornos burilados, de exquisito gusto griego, que denotan su gran
antiguedad. Hemos visto (dice en una nota) en los museos de Berlín, Londres,
París, Nápoles y otros puntos, muchos vasos, platos y alhajas contemporáneos y
anteriores a Jesucristo, que ostentan adornos burilados de semejante forma y
dibujo, y aún más perfectos. Se equivocan los que creen que el trabajo de las
asas indica fecha más moderna. En cuanto a la materia de que se compone la copa
del Santo Cáliz, está fuera de duda que es de ágata, de la llamada cornerina
oriental ("Cornalina" dicen ahora). Su color rojo obscuro es tan
especial, que introduciendo en el interior de la copa una luz, aparecen en su
transparencia visos de varios matices, con todas las coloraciones del iris".
Aduce después la autoridad de Villanueva en su Viaje literario(de 1804) y copia
este interesante párrafo: "Aun para los severos críticos que ponen en duda
la verdad de esta tradición, es este antiquísimo Cáliz un monumento muy
respetable de los primeros tiempos de la Iglesia. La materia de este vaso se
cree vulgarmente ser ágata cornerina oriental. El sabio italiano Atilio
Zuccagoni, director del gabinete de Historia Natural de Florencia, y médico del
rey de Etruria, en el reciente tránsito de SS. MM. Católicas por esta ciudad, a
instancia mía lo examinó atentamente, y juzgó ser un ónix verdadero. Mas yono
hallo en sus betas la figura de uña que, según dicen los naturalistas, es el
carácter de aquella piedra. Las de esta copa bajan casi perpendicularmente
desde el borde, formando como unas aguas o claros y obscuros que sólo se
perciben bien mirándolos a contra luz" (Tomo II, pág. 41).
Ante esta
magnífica y extraordinaria Copa, cuya riqueza material parece quedar un momento
olvidada por los esplendores de una tradición más que milenaria y ya universal
que la reconoce como el primer recipiente de la augusta Transubstanciación, la
piedad cristiana se arrodilla y adora; pero la crítica cristiana está obligada
además, a resolver estas cuestiones que lógicamente se ofrecen a la discusión:
Si nuestro divino Maestro pudo haber a mano - por modo natural, pues no es
lícito apelar al milagro cuando no hay necesidad - una Copa tan preciosa : Si,
por serlo tanto, su admirable amor a la pobreza le permitió servise de ella: Y
si entre los judíos se usaban en la época de la Redención vasos como ése para
beber.
"Era el
primer día de los ázimos o preparación de la Pascua. Estaba Jesús en Betania, a
poca distancia de Jerusalén, en casa de Simón el Leproso (el que había sido
leproso) y se le acercaron los discípulos diciendo: Maestro, ¿dónde quieres que
celebremos la Pascua?
Y separó Jesús a
Pedro y Juan y les dijo: Id a la ciudad, y al entrar en ella, encontraréis a un
hombre que lleva un cántaro con agua: seguidle, y en la casa donde entrare
hablad con el Padre de familia (el dueño de la casa) y decidle: Esto te dice el
Maestro: mi tiempo está ya cerca (se aproxima mi pasión y muerte); ¿en dónde
está la habitación para celebrar la Pascua con mis discípulos? Y os enseñará un
gran cenáculo, muy suntuoso: preparadla allí. Y ellos fueron y les sucedió como
había dicho Jesús, y allí prepararon lo necesario para la Pascua. Marcharon
todos después a Jerusalén y, luego de puesto el Sol -que era cuando comenzaba
la festividad- comieron la cena legal: un cordero asado. Mientras cenaban, tomó
Jesús el pan, lo bendijo, lo partió y lo dió a sus discípulos diciendo: Tomad y
comed; ESTE ES MI CUERPO. Y asimismo, después de haber cenado, tomó el cáliz
(con el vino), dió gracias (a su Eterno Padre) y se lo entregó a ellos
diciendo: Bebed todos de él; ESTE ES EL CÁLIZ DE MI SANGRE. Haced esto mismo en
mi nombre (De los Santos Evangelios).
No consta el
lugar donde celebró el Señor las dos Pascuas anteriores con sus discípulos, y
es de creer que cumplieron este precepto legal del modo más modesto y sencillo,
en consonancia con el ambiente de pobreza que siempre buscó el Maestro: mas
para esta Pascua celebérrima, la última de la Ley mosaica y la primera y
fundamental del "nuevo y eterno Testamento" - según sus divinas
palabras -, quiso elegir un local rico y espacioso, para lo cual inspiró al
Padre de familia la benevolencia con que accedió a la petición que le llevaron
Pedro y Juan. Hay motivos suficientes para creer que este personaje era
discípulo de Jesús, pues los emisarios le dicen de Su parte, "Esto te dice
el Maestro", y discípulo de alguna intimidad, ya que le anuncia como cosa
sabida por él la proximidad de "la hora"; y sobre todo para nuestro
caso, ese hombre era rico, y más que rico, potentado, noble o "principe
del pueblo", como se llamaban entonces los magnates. Su casa debía de ser
un gran palacio en dimensiones y lujo, puesto que correspondería al Cenaculo o
comedor "grande y suntuoso" que dicen los Evangelios. Este salón ,
donde se celebraron tan excelsos acontecimientos en aquella velada eternamente
memorable, sirvió ya de albergue a los apóstoles desde entonces: en él se les
apareció el Señor resucitado, desde él salieron como el Maestro para presenciar
su admirable Ascensión, y en él recibieron visiblemente el Espiritu Santo pocos
días después en número de ciento veinte personas.
A un prócer tan
distinguido como era el dueño de la casa del Cenáculo no podían faltarle vasos
preciosos en armonía con la suntuosidad de tal vivienda y conforme al gusto y
estilo de la época, y es claro que pondría lo mejor que tuviera en su casa a
disposición del Maestro, puesto que era discípulo distinguido, dándole,
necesariamente, su vaso más rico y destinando otros de menor calidad para el
servicio de los apóstoles.
Se ha discutido
mucho sobre quién pudiera ser este noble sujeto, cuyo nombre no dicen los
Evangelios, y se han dividido las opiniones de los comentaristas entre SIMÓN el
Leproso, que lo creo imposible porque en su misma casa estaba el Señor cuando
le preguntaron los discípulos por el sitio de la Pascua, JOSÉ DE ARIMATEA,
NICODEMO, ZAQUEO, PRISCO, que dicen que era rico y discípulo de Jesús, JUAN
MARCOS, que también lo era y fué compañero de S. Pablo y S. Bernabé, y CHUSA,
mayordomo del rey Herodes y marido de Juana, una de las santas mujeres que
seguían al Maestro y acompañaban a su santísima Madre. Cotejando los
Evangelios, el que más probalidades reúne, a mi juicio, es José de Arimatea,
del cual constan con toda certeza, más que de los otros, sus cualidades de rico
y de discípulo de Jesús, aunque oculto. Cuando algunos años después de la
Ascensión del Señor escribieron sus discípulos los Evangelios, parece que les
venía fácilmente a la memoria la intervención de José de Arimatea en aquellas
horas angustiosas de la crucifixión, descendimiento y sepultura de Jesús; y
así, los tres primeros evangelistas lo citan a él sólo, agregando S. Juan a
Nicodemo que llevó mirra y áloes para el ambalsamamiento, pero haciendo
resaltar todos en la mención de José, que era "rico, noble decurión, varón
bueno y justo y discípulo del Señor"; que fué el único que se atrevió a
llegar hasta Pilatos a pedirle el Cuerpo del Maestro, que llevó la sábana para
envolverlo y que lo depositó en el sepulcro propio que tenía preparado para sí,
en el cual nadie había sido aún enterrado. Al dejar consignadas estas
circunstancias los evangelistas, parece como si quisieran pagar la deuda de
gratitud que tenía con él la Iglesia naciente, que siempre reconoció por cuna
aquel suntuoso Cenáculo del Padre de familia.
Retenga el que
leyere estos dos datos para cuando llegue la ocasión: Pedro y Juan fueron los
enviados por el Maestro para preparar la hibitación de la Cena y todo lo
necesario para la celebración de la Pascua. José de Arimatea era probablemente
el dueño de esa habitación y de los manjares y servicio, y ciertamente quien
tuvo el altisimo honor de poseer el Cuerpo muerto de Jesús y de darle sepultura
en su propiedad.
En los primeros
tiempos de la Iglesia - o mejor, en los segundos, si vale decirlo así- cundió
entre algunos fieles la especie de que el divino Maestro, por su constante amor
a la sencillez y a la pobreza, no había usado Cáliz precioso para la Cena
eucarística aun cuando se lo ofreciera el dueño de la casa donde la celebró; y
se apoyaban para esta creencia en un frase de S. Juan Crisóstomo y en otra de
S. Clemente de Alejandría, mal interpretadas, pues lo que esos santos
escritores querían demostrar con ellas era la incongruencia del lujo excesivo
de algunos cristianos de su tiempo, en pugna con la pobreza que siempre amó y
profesó nuestro Salvador. "No era de plata la mesa - dice el primero- ni
de oro el Cáliz en que Cristo dió a beber su sangre a los discípulos; y, no
obstante, eran preciosos y tremendos esos objetos, porque estaban llenos de
espíritu"; y el segundo decía: "Cristo tomó en plato vil su alimento
(su alimento cotidiano), hizo sentar a sus discípulos sobre la tierra (cuando
las multiplicaciones de los panes), les lavó los pies con una toalla
desprovista de adornos (puede que los tuviera, puesto que era del dueño de una
casa rica); ¿iría a hacer bajar del Cielo una jofaina de plata?".
No; no había
necesidad de un milagro para tener Jesús objetos muy ricos en aquella ocasión,
pues se le ofrecían amablemente en un palacio bien provisto, y casi el milagro
hubiera sido el encontrarlos pobres y viles allí; y no rehusó, no obstante su
afición a la pobreza, los manjares delicados y el servicio lujoso en los
convites que se digno aceptar en casas de personas de elevada posición, como
Simón, Zaqueo, Mateo, Lázaro y otros.
Es evidente que
el Maestro nos dejó inefables ejemplos de amor a la pobreza en su nacimiento,
en toda su santísima vida y en su muerte; pero tambien consta por los
Evangelios que escogió para la última Pascua un local amplio y lujoso, con
todos los servicios, comodidades y abundancia de las casas de los ricos. Por
eso la práctica constante de su Iglesia, cumpliendo inspiraciones divinas y
siguiendo la apostólica tradición, es de usar cálices preciosos para el Santo Sacrificio,
prohibiendo desde los primeros siglos el empleo de los de vidrio, madera o
metales vulgares. Además, esta liturgia de la Iglesia en la celebración del
Sacrificio de la Ley Nueva estaba ya figurada y como profetizada en la práctica
de la Ley Antigüa; práctica iniciada por Moisés en la fabricación del Arca de
la Alianza y de otros objetos del culto con materiales exquisitos, y continuada
por David y Salomón en el Templo riquísimo y maravilloso de Jerusalén,
obedeciendo en ambos casos órdenes positivas del mismo Dios.
No es suficiente
para nuestro caso el convencimiento de que el dueño del Cenáculo pudo tener
cálices preciosos, por ser rico; es necesario demostrar que, por serlo, debió
tenerlo. Esta afirmación, que parece poco menos que absurda en la época actual
en que los ricos, por muy ricos que sean, no suelen poseer para su servicio
doméstico vasos tan complicados y de tanto precio como el que nos ocupa, se
hace indudable estudiando las costumbres de aquella edad y prescindiendo de las
de ahora: "porque es fuente de muchos errores - decia Montesquieu- el
juzgar los tiempos pasados con el criterio de los presentes".
Desde muchos
siglos antes de la Era Cristiana y hasta bien entrada la Edad Media, tenía el
vaso familiar, el vaso o copa de beber, una significación y una importancia tan
grandes, que apenas podemos concebir ahora, pues no hay actualmente ningún
objeto de servicio personal ni del ajuar doméstico, ya sea de uso necesario, ya
de lujo o capricho, que tenga la estimación y casi culto que tenía el vaso
propio en todas las clases de la sociedad, más o menos rico según las fortunas,
pero siempre tan valioso cuanto ellas lo permitieran.
Son muchos los
datos que podrían aducirse de los Libros Sagrados acerca del uso de copas o
vasos de gran riqueza (cálices los llama generalmente la versión Vulgata y
alguna vez sciphos) en todos los tiempos a que alcanza su historia; como los
que envió Abraham a Rebeca, el de Melquisedec, los del faraón de José, el de
éste en el saco de Benjamín, los célebres de Salomón, los del convite de
Asuero, el regalado por Antíoco a Judas Macabeo, etc. etc.; todos vasos
preciosos y de uso personal, proviniendo de esta que podemos llamar
dignificación de un objeto vulgar y corriente, el que el nombre de vaso o de
cáliz se emplease también en el lenguaje de aquellos tiempos para expresar
altos conceptos místicos y morales.
De las
costumbres de la época de la Redención, semejantes a las anteriores y
practicadas por los hebreos, griegos y romanos, se deduce con toda claridad que
continuaba en aquel siglo el empleo de vasos y cálices preciosos por las
personas opulentas, y al menos de vasos artísticos en su estructura por las
demás clases sociales. Numerosos testimonios históricos cita a este respecto el
eruditísimo doctor Sales, nombrado a los autores profanos de aquel tiempo
Ateneo, escritor egipcio; Plutarco, Cicerón, nuestro compatriota Marcial y
otros muchos que recuerda Calmet; por los cuales sabemos que había cálices de
oro, de plata, de piedras preciosas, de marfil, de mármol, de cerámica fina y
de maderas especiales, fabricados aun los de ínfima materia con gran primor.
Pero únicamente los reyes, y las contadas personas a quienes ellos le concedían
este honor, podían usar cálices con copa de oro, teniendo que limitarse los demás,
por altos y ricos que fuesen, a emplear copas de plata o de piedras finas,
adornándolas con gemas preciosas y trabajos de los más excelentes artífices.
Eran también muy estimados en Roma para las personas menos pudientes los vasos
artísticos de vidrio y los que se fabricaban con arcilla de Sorrento y de
Arezzio, y mucho más los que se llevaban de Sagunto, por el magnífico color
purpureo de su arcilla búcaro. Fragmentos de esta clase se hallan con
frecuencia en excavaciones en nuestra Península, y fueron notables en número y
finura -como refiere Lastanosa- los que salieron en Huesca en 1633 al abrir
cimientos para una capilla de la iglesia de S. Pedro el Viejo.
Respecto al uso
de cálices que no fueran de metales ricos o de piedras preciosas, les repugnaba
a los judíos el beber en ellos, cuando no eran propios, sin haberlos antes
purificado al fuego o con agua hirviendo. A esta práctica parece que aludía el
divino Maestro cuando les reprendía a los escribas y fariseos su hipocresía en
aparecer santos y perfectos al exterior, sin serlos por dentro, asemejándose
"a los que limpian su cáliz por fuera solamente".
(CONTINUARÁ)
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