EL SANTO CÁLIZ
DE LA CENA
SANTO GRIAL
VENERADO EN LA CATEDRAL DE VALENCIA (XI)
Manuel Sánchez
Navarrete
Valencia 1994
De Zaragaza a
Valencia
Aunque no era
valenciano, fue el rey Alfonso II de Valencia y V de Aragón, además de serlo
también de Mallorca, Nápoles y Sicilia, y conde de Barcelona, muy amante de
nuestro reino, al que estimó siempre como a su propia patria y por el que fue
correspondido con su adhesión, con su simpatía y con sus armas.
Infante aún,
había celebrado en Valencia su casamiento con doña María de Castilla, tan
querida y admirada por sus virtudes ejemplares y a la que se debe la fundación
de los monasterios valencianos de Jesús y de la Trinidad, en el que con el
tiempo vendrían a encontrar reposo sus restos mortales.
De él se ha dicho
que fue el monarca mas distinguido de su tiempo: valeroso como un almogávar,
juicioso y prudente como un diplomático, generoso como un noble renacentista,
político como un hombre de estado, discreto y entendido como un doctor en
leyes, y siempre y en todo momento, haciendo honor al dictado que le dieron de
sabio y de magnánimo, sobrenombre otorgado, como acabamos de señalar, más que
por los actos de sus campañas en Italia, por su generosidad y amor al saber y
por su afán de adentrarse en el espíritu renacentista de las artes y de las
letras.
Pero lo que a
nosotros importa más destacar es la predilección que este monarca sentía por
Valencia y la lealtad con la que los valencianos correspondían al afecto de su
rey, bajo cuyo reinado tan gran auge tomara la Valencia gremial.
Varias veces
reunió don Alfonso Cortes en Valencia, y en todas ellas se mostró el rey
generoso y magnánimo con los valencianos, con predilección manifestada en las
mejoras, dádivas, mercedes y distinciones que le otorgó y en lo atento que estuvo
siempre a conceder cuantas peticiones le fueron hechas por Valencia. De aquí
que haya llegado a decirse que el rey Alfonso el Magnánimo fue el rey más
valenciano de todos los monarcas aragoneses.
Bastará con
recordar la serie de espléndidas obras de reconstrucción a él debidas, como
fueron las llevadas a cabo en la Casa de la Ciudad; la erección en el convento
de Santo Domingo de la primorosa Capilla de los Reyes; la reforma y
embellecimiento de los salones y jardines del Palacio del Real —situado donde
hoy se alzan las llamadas montañitas de Elío, restos de aquél, en los jardines
denominados por su origen, del Real, y también Viveros Municipales—, que
convirtió en una residencia encantadora, con jardines, estanques, bosques, amén
de una interesante colección zoológica, y al que hizo trasladar también
magníficas obras de arte; la cesión de trofeos obtenidos en sus campañas
victoriosas, como las cadenas que cerraban el puerto de Marsella, que las naves
valencianas, a cuyo frente marchaba la de Romeu de Corbera, rompiera en audaz
aventura marinera, y gran número de reliquias, en buena parte mandadas traer
por el rey a Valencia, entre las que figuraba, en lugar destacado, el Santo
Cáliz de la Cena del Señor, que en la Capilla del Palacio del Real vino a ocupar
lugar preferente y a constituir el mayor atractivo para los más ilustres
visitantes del Palacio, a los que el propio Rey se complacía en enseñar, como
se deduce del manuscrito existente en el archivo de la Metropolitana de
Valencia, en el que vemos consigna el Padre Rodríguez: «Lunes, 2 de agosto de
1428... i el rei mostrà al infant de
Portugal i a molts altres cavallers les reliquies que tenía en sa capella».
Más adelante,
por razón de sus ausencias, y con el propósito de garantizar una mayor
seguridad, ya que el palacio se hallaba situado fuera de la ciudad amurallada,
depositó el cuerpo de San Luis, obispo de Tolosa, juntamente con otras
reliquias y alhajas en la Seo Valenciana. Poco después, ante una nueva ausencia
motivada por renovadas campañas, ordenó hacer depósito de las restantes
reliquias que le quedaban, delegando su custodia y conservación en mosén
Antonio Sanz, canónigo y pavorde de la Catedral de Valencia y capellán mayor de
la Capilla del Real Palacio.
Y así llegamos
al 18 de marzo de 1437, en que al fallecer el mencionado mosén Antonio Sanz, el
«muy alto Señor Don Juan, rey de Navarra,
gobernador a la sazón de Valencia y lugarteniente de su hermano Alfonso»,
ordena, en nombre del rey Magnánimo, se haga donación definitiva de joyas y
reliquias al Cabildo catedralicio de Valencia, lo que así se cumple, mediante
la redacción del correspondiente documento público que formaliza la entrega de
la donación y reseña el contenido de la misma, firmando don Pedro de Anglesola,
por parte del rey, y don Jaime de Monfort, por parte del honorable Cabildo,
ambos notarios públicos.
En dicho
documento, redactado en lengua valenciana, entre la relación de las diversas
joyas y reliquias donadas, se lee: «Item
lo calser hon Jhsuxrist consagra lo sanguis lo dijous de la cena fet ab dues
anses dor ab lo peu de la color que lo dit calser es guarnit al entorn dor ab
dos balays e dos maragdes en lo peu e ab vinthuyt perles coniuents de grux de
un pesol entorn del peu del dit calser diuse per en francesch ferrer quels dits
balays son granats»... (Notal de Jaime Monfort, vol. 3.532).
Esto es: «ltem,
el Cáliz en que Jesucristo consagró la Sangre el Jueves de la Cena, hecho con
dos asas de oro, cuyo pie, del mismo color que el Cáliz, está guarnecido
alrededor de oro con dos rubíes y dos esmeraldas en el pie, y con veintiocho
perlas, comparadas al grueso de un guisante, alrededor del pie de dicho Cáliz,
dice el perito don Francisco Ferrer que dichos rubíes son granates...»
A partir de esta
fecha, continúa el Santo Cáliz ininterrumpidamente en la Catedral de Valencia.
Ante él acuden a postrarse reverentemente los fieles, y conforme a la
explicación que de las reliquias se hacía y que encontramos escrita igualmente
en valenciano, en un antiguo texto usado en la ceremonia de presentación, vemos
se decía así de la Sagrada Copa: «Devots
cristians, aquest es lo mateix Calcer, hon lo dijous de la Cena nostre Senyor
consagrà la sua preciosa Sanch; es de pedra ágata cornelina oriental; ha molts
perdons, haventli bona devoció...»
Guardóse en un
principio el Santo Cáliz en la que vino a llamarse «Capilla de las Reliquias»,
junto con otras muchas con que exornaron la Catedral valenciana pontífices y
reyes, engastadas en valiosos y artísticos relicarios. Una curiosa «consueta»
del siglo XVI, nos recuerda el ceremonial que venía a observarse al mostrar a
los fieles, el primer día de Pascua, las sagradas reliquias, siguiendo la
relación de un curioso libro donde constaban escritas por su orden las
reliquias, las cuales iban siendo mostradas a los fieles, a la vez que se
recitaba una trova o copla que repetían los fieles, como deprecación al santo de
la reliquia.
De cómo la
creciente devoción al Santo Cáliz moviera a pensar en dedicarle capilla propia,
ya hablaremos en otro lugar; volvamos ahora a recordar que fue a partir del 18
de marzo de 1437 cuando se asienta definitivamente en la Seo valenciana, en la
que permanecerá ininterrumpidamente hasta el mes de marzo de 1809, en que con
motivo de la invasión francesa y consiguiente estallido de la Guerra de la
Independencia, inicia un inquieto peregrinaje, con otras reliquias y bajo la
custodia de un canónigo delegado por el Cabildo valenciano, que le permite
quedar a salvo de la rapacidad y de los desmanes de las tropas napoleónicas.
Tuvo lugar la
primera salida el 18 de marzo de 1809; el Santo Cáliz es trasladado a Alicante,
desde donde regresará a Valencia a fines de enero de 1810.
En marzo del
mismo año es llevado a Ibiza, igualmente por razones de seguridad.
En febrero de
1812, pasa de Ibiza a Palma de Mallorca.
Y en septiembre
de 1813 regresa desde Palma de Mallorca a la Catedral de Valencia, y se redacta
el último inventario de este periplo en el que, con el número 29, se lee: «La caxa de plata que contiene el Santo Cáliz
de la Cena».
A partir de esta
fecha continúa siendo venerado ininterrumpidamente, primero en la Capilla de
las Reliquias (ábside de la Sala Capitular), y a partir de 1916 en el Aula
Capitular antigua (actual capilla del Santo Cáliz).
El 21 de julio
de 1936, en los comienzos de la guerra civil española, viene a ser
providencialmente salvado del incendio y saqueo de la Catedral, con ello de una
profanación inminente y, tal vez, de una pérdida irreparable, por los canónigos
señores don Elías Tormo y don Juan Senchermés, el reverendo capellán don Juan
Colomina y la señorita Suay, quienes tres horas antes de que las turbas
irrumpieran en el templo, haciéndose cargo del Sagrado Vaso, que envolvieron
con un papel de seda y disimularon con un periódico, lo sacaron sigilosamente
de su Capilla y procedieron a esconderlo, primero en diversos domicilios
particulares de la ciudad, y luego en la población de Carlet, donde pudo
permanecer oculto hasta el 30 de marzo de 1939, en que, finalizada la contienda,
pudo ser retornado a Valencia, a cargo de la Junta Recuperadora del Tesoro
Artístico Nacional, y entregado oficialmente, pocos días después, el 9 de abril,
festividad de Jueves Santo, al Cabildo Metropolitano, en el Palacio de la
Lonja, en donde por el mal estado de la Catedral, que había sido profanada y
sufrido graves deterioros, se celebraron los oficios de Semana Santa. Terminados
éstos, fue guardada la Sagrada Reliquia por el Arzobispo don Prudencio Melo y
Alcalde, en el oratorio que provisionalmente ocupaba, por haber sido también
destruido el Palacio Arzobispal.
Por fin,
adecentada la maltratada Catedral, fue reintegrado el Santo Cáliz a ésta, el 9
de julio del mismo año, primer domingo de dicho mes y fiesta hasta entonces
tradicional del preciado Vaso, quedando instalado provisionalmente —en tanto se
procedía a la restauración de su propia capilla—en el Relicario de la Catedral
o Abside de la Sala Capitular, donde permanecería expuesto a la veneración de
los fieles, hasta el día 23 de mayo de 1943, en que tras festejar el momento con
una solemne celebración religiosa, fue retornado el Santo Cáliz al severo y
recogido santuario de su Capilla gótica.
Una nueva salida
del Sagrado Vaso, esta vez triunfal y por tierras de Aragón, tras cinco siglos
de ausencia, tuvo lugar en 1959, con motivo de la celebración de las fiestas
conmemorativas del XVII Centenario del Martirio del San Lorenzo y de la llegada
a España de la Sagrada Reliquia, en la que ésta volvió a visitar en ruta
peregrina los mismos lugares que en el pasado recorriera en su trayectoria
histórica: «Huesca, Bailo, Siresa, Sasave, Jaca, San Juan de la Peña... Ruta
jalonada por los más gratos recuerdos de la vieja crónica. Pueblos recios y
lugares de leyenda cuyos hombres supieron en aquellas épocas lejanas, superar y
hacer realidad de carne y vida a lo que de otro modo pudieran parecer quimeras
de fábula.» (JOSE MARÍA LACASA. El Santo
Grial volverá a Aragón en el año 1959. En el Boletín del Instituto Cultural
Hispánico de Aragón, núm. 5).
Fue el atisbo
genial de don Marcelino Olaechea, arzobispo a la sazón de la archidiócesis
valentina, que fija la vista en la futura coyuntura histórica que ofrecía la
celebración de la apuntada efemérides, y haciendo suyo el deseo manifestado por
la ciudad de Huesca, así como de las demás poblaciones de Aragón que en su día
fueran poseedoras del Santo Cáliz, que pedían se permitiera a la reliquia
visitar aquellos lugares, designaba una comisión para que estudiase la
posibilidad de llevar a efecto la solicitada visita.
Constituida
aquella, al frente de la cual figuraba el Canónigo Celador del Santo Cáliz, don
Vicente Moreno Boria, el celoso propagandista y presidente de la Cofradía don
Luis B. Lluch Garín, y el vocal de propaganda en funciones de secretario de la
comisión, don Manuel Sánchez Navarrete, desplazáronse éstos, como adelantados
del proyecto, a visitar no sólo Huesca sino también Zaragoza y demás antiguas
sedes del Sagrado Vaso, pudiendo constatar así, personalmente, cuán grande era
el amor y la devoción a la venerada reliquia que todavía perduraba en Aragón.
Transmitido el
mensaje al Cabildo de la Catedral como custodio de la Santa Reliquia y
solicitada por éste la anuencia del Prelado, estimando las solicitudes
formalmente hechas por las autoridades y pueblos de Aragón y dadas las
garantías de seguridad, culto y esplendor ofrecidas, acordóse ya no cabía
oponer ningún reparo a que la visita propuesta pudiera hacerse realidad. Y como
afirmara en la locución que como pórtico a la celebración del Centenario Laurentino
pronunciara don José María Lacasa, Decano del Colegio de Abogados y presidente
de la Junta de fiestas del Centenario, lo había hecho posible San Lorenzo por
medio del arzobispo de Valencia, quien seguidamente vino a proclamar la buena
nueva sobre aquel magno acontecimiento espiritual.
Pero tal
realización no podía ser resultado de un arrebato de fe y entusiasmo sino que
hubo de pasar por el crisol de una larga y concienzuda preparación, lo que
unido al impulso pastoral de don Marcelino y al acierto en la elección de un
bien escogido grupo de entusiastas colaboradores, dio como resultado convertir
lo que en un principio sólo se vislumbraba como un hermoso y ambicioso deseo,
en una triunfal realidad, al recibir el empuje final y sacar al Santo Cáliz del
regazo piadoso de Valencia y lanzarlo a la reconquista del pristino fervor, por
los añejos lugares de su antigua aventura, para recibir el fervoroso homenaje
de los nobles corazones aragoneses.
Era en los
últimos días del mes de junio, cuando el Santo Cáliz de la Cena, el Santo Grial
de las leyendas medievales, en una plácida y limpia tarde de sol canicular,
volvía a Aragón y hacía su entrada en la legendaria Osca. Momento de emoción
indescriptible. La población en masa, llenando calles y plazas en silencio
reverente y expectante, se apretujaba con ansia de contemplar y venerar la
añorada reliquia. Maravilloso tapiz de luz y de color.
Luego, al
aparecer presidido por la imagen de su salvador, el diácono mártir San Lorenzo,
el Santo Cáliz portado por el prelado valentino, la emoción que estalla
incontenible en una vibrante manifestación de entusiasmo y reverencia a la vez.
Las fuerzas
militares rinden los máximos honores. Truenan los cañones sus salvas de
ordenanza. Y las bandas dejan oir el Himno Nacional, cuyas notas se confunden
con las voces de los coros que desgranan sus melodías eucarísticas mientras los
aplausos y vítores se suceden y entrelazan con los sones broncíneos de las
campanas en una apoteósica sinfonía de devoción, de fe y de amor.
En etapas
sucesivas, primero en la catedral y luego en la iglesia de San Pedro el Viejo,
antigua Seo de Huesca, pudo durante algunas horas ser contemplado y venerado
por los fieles oscenses aquel mismo Vaso traído otrora por Lorenzo, el mártir
después y santo patrono de su tierra nativa.
Pero como etapa
cumbre de aquel recorrido —lleno todo él de fervor y entusiasmo, en el que el
pueblo y España entera aparecía representada por los peregrinos llegados desde
las más diversas provincias españolas—, merece ser destacada la inolvidable
jornada transcurrida aquel lunes, 29 de junio, en San Juan de la Peña, la
Covadonga Pirenaica, en que el Santo Grial volvía a reposar y recibir los
sentimientos de veneración y homenaje de las más altas autoridades y jerarquías
de todo orden de España, y en especial de los antiguos Reinos de Aragón y de Valencia,
así como de peregrinos y fieles llegados de todas partes para, unidos, postrarse
y rendir su homenaje de veneración ante el Santo Cáliz en su viejo y evocador
refugio.
El desfile y
entrada en el templo del Monasterio Alto, de dignatarios y personalidades, fue
de una impresionante grandeza. Allí estaban, con S. E. el Jefe del Estado
Generalísimo Franco, acompañado de su esposa, doña Carmen Polo y de dos
ministros, el Nuncio de su Santidad; los Capitanes Generales de los ejércitos
de Tierra, Mar y Aire de Aragón y Valencia; los Gobernadores civiles de Huesca,
Zaragoza, Valencia y Teruel; los Arzobispos de Valencia y Zaragoza con obispos
varios de Aragón y de Valencia; los Alcaldes y Presidentes de Diputación y
Corporaciones municipales y provinciales de Valencia, Zaragoza, Teruel y Jaca;
representantes de las Audiencias y Universidades de Zaragoza, Valencia y
Huesca; Cabildo de la Metropolitana de Valencia con el Canónigo Celador del
Santo Cáliz, don Vicente Moreno Boria, alma infatigable en la realización de
este viaje del Santo Grial; Cabildo de Jaca, Patronato de San Juan de la Peña,
Hermandad de Caballeros de San Juan de la Peña, Real Hermandad de Nobles y
Cofradía del Santo Cáliz de Valencia; Presidentes y Directores de entidades
varias, representaciones de Asociaciones y Congregaciones religiosas, y tantas
y tantas otras delegaciones, peregrinos y fieles que no solamente llenaban a
rebosar el amplio templo sino que se desbordaban hasta ocupar casi por completo
la amplia explanada de San Ildefonso.
Y al entrar el
Santo Grial en el Monasterio Alto y resonar en los aires los ecos arrebatadores
del «Alleluia» de Haendel, entonado por cientos de voces del Orfeón Donostiarra
y del Orfeón de Huesca, un nudo en la garganta ahoga las fervorosas plegarias y
los sollozos de emoción contenida. Luego, durante la celebración del sacrificio
Eucarístico, oficiado por el Obispo de Jaca, al llegar en el rito al momento en
que el celebrante, reposada y quedamente, repite las mismas palabras
sacramentales que Cristo pronunciara: «Tomad
y bebed todos de El, porque este es el Cáliz de mi sangre», un
estremecimiento de emoción sacude a los asistentes que se sienten, ante la
presencia real del Cáliz de la Cena, como transportados al Cenáculo en aquella
noche remota cargada de misterios.
Terminado el
oficio religioso, inicióse la procesión para trasladar la Sagrada Reliquia al
Monasterio Viejo. Y allí, por la verde pradera, aparece y comienza a discurrir
la severa y lenta comitiva: clérigos, seminaristas, sochantres y salmistas,
entonando himnos eucarísticos; Prelados y Cabildos, con sus hábitos corales; el
Nuncio de su Santidad portando el Sagrado Vaso, ahora convertido el relicario
en que es portado en custodia de la Sagrada Forma, y cerrando la comitiva, las
municipalidades y autoridades todas, presididas por la más suprema jerarquía
del Estado.
El espectáculo
se ofrece impresionante e inenarrable. El cortejo serpentea por el abrupto y
sinuoso sendero que desciende hacia la cueva que fuera refugio del Santo Cáliz,
entre pinos y abetos, mientras los ciento cincuenta niños que componen la Coral
Juan Bautista Comes, de Valencia, embalsaman el ambiente con sus más bellas y
delicadas melodías. Es un cronista aragonés quien lo escribe: «Es Valencia que,
trayendo el perfume y la fragancia de sus flores, canta por boca de esos niños,
vestidos de blanco como palomas sin hiel...» (JOSE MARIA LACASA: «El Santo Grial volvió a Aragón en 1959»,
en el Boletín citado, núm. 6).
La comitiva
penetra en la recoleta capilla del austero y recóndito recinto, histórico
cenobio, y el Nuncio de Su Santidad deposita reverentemente el Santo Cáliz
sobre la misma mesa-altar sobre la que durante más de seis siglos se le
rindiera silencioso y escondido culto. El momento y la escena sobrecogen y
estremecen; más aún cuando los vibrantes y majestuosos acordes del «Parsifal»,
interpretados por la Orquesta Municipal y la Coral «Juan Bautista Comes» de
Valencia, y los Orfeones Donostiarra y Oscense, comienzan a resonar, como en
fantástico sueño, entre las peñas ariscas y las espesas arboledas de un
escenario portentoso como sólo la misma naturaleza es capaz de crear. Es en
este momento cuando toma toda su fuerza este otro comentario que escribiera
como testigo presencial el comentarista anteriormente citado: «Los manes pinatenses se estremecieron ayer;
hasta los Reyes de Aragón despertaron de su sueño eterno y los iconos de los
capiteles abrieron desmesuradamente las órbitas...» O la voz de una alta
jerarquía de la Iglesia al resumir la inolvidable jornada: «Los actos en honor del Santo Cáliz han
revestido tal grandeza como lo pedía la hidalguía de Aragón».
A las cinco de
la tarde de aquel mismo día salía hacia Jaca, en cuya catedral de San Pedro,
llamada por algunos «La Catedral del Santo Cáliz», vino a evocarse el recuerdo
de aquella otrora en que pudo tener también cobijo amparador. Y luego, como
jalones del camino de regreso, la Canal de Berdún, Santa Cilia, Javierregay,
Hecho, Siresa, Bailo, Salinas de Jaca, nuevamente Huesca y, tras varios actos,
siempre desbordantes de entusiasmo y reiterada emoción, la despedida definitiva
en el límite de la provincia, y la llegada y estancia en Zaragoza.
De nuevo otra
jornada memorable en la capital aragonesa, con actos de fervor popular
inenarrables y solemnidades de una grandiosidad y fervor desusado, y la salida,
tras un multitudinario y apoteósico final de despedida, hacia la capital
valenciana.
Nuevos jalones
en el camino de regreso, y en cada lugar el mismo fervor y entusiasmo que
convierten el viaje en un permanente rosario de aleluyas, con tañido de campanas,
bullicio de músicas, cantos eucarísticos, celebraciones religiosas, vítores,
aplausos y, como fondo de todo ello, emoción en las almas y lágrimas en los
ojos.
Por fin, la
jornada definitiva. El domingo, día 5 de julio, hacía su entrada de retorno en
Valencia el Santo Cáliz y se cerraba una de las páginas más gozosas escritas en
los anales de la historia religiosa de Valencia y una de las más trascendentes
en el ámbito nacional, con el público testimonio de fe y veneración, rendido a
la Sagrada Reliquia.
Una nueva y
última salida del Santo Cáliz fue la que tuvo lugar a Carlet, en noviembre de
1964, para presidir la clausura de la Santa Misión que durante quince días
había venido celebrándose en aquella población y como visita de retorno y
agradecimiento, veinticinco años después de que fuera regresado a Valencia,
tras su ocultamiento en aquella población durante el período de la guerra
civil.
Fue esta una
nueva ocasión en que la fe de un pueblo vino a rendirse por entero ante la
presencia de la Sagrada Reliquia, resultando el conjunto de los actos
celebrados en su honor, un cálido homenaje espiritual sin precedentes en la
historia de aquella ciudad.
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