EL SANTO CÁLIZ
DE LA CENA
SANTO GRIAL
VENERADO EN LA CATEDRAL DE VALENCIA (VIII)
Manuel Sánchez
Navarrete
Valencia 1994
San Juan de la Peña
El origen de
este Monasterio se confunde con el del pueblo aragonés y se diluye entre
preciosas leyendas y tradiciones que enmarcan la verdad de su nacimiento.
Se encuentra en
el valle oscense de Atarés, a 16 kilómetros de la frontera francesa, a 30 de
Jaca y a 82 de Huesca, en un escondido rincón dentro de una cueva rocosa de la
sierra prepirenaica de San Juan, en el que el ánimo se sobrecoge ante la
monumentalidad de la naturaleza y el espíritu se maravilla frente a la
contemplación de aquella creación arquitectónica del siglo XI, exponente
insuperable del estilo románico en armoniosa conjunción con primorosas muestras
del mozárabe, del bizantino y del gótico. Fue declarado Monumento Nacional en
el año 1889, por sus valores artísticos, y honrado, en 1920, con el título de
Sitio Nacional, por su glorioso pasado.
La tradición nos
lo presenta así:
Era hacia finales
del siglo VIII. Vivían en Cesaraugusta, hoy Zaragoza, dos jóvenes cristianos
muy aficionados a la caza, llamados Voto y Félix. Un día, Voto se hallaba
cazando sobre brioso caballo y corría por los intrincados caminos del bosque de
la planicie de San Indalecio, cuando, persiguiendo en vertiginosa carrera a un
hermoso ciervo, llegó al borde mismo del corte vertical de la inmensa roca que
en la cima del monte Pano vemos hoy constituye la bóveda que cobija la cueva
del Monasterio antiguo. Ante el inminente peligro, el espantado joven invocó el
nombre de San Juan Bautista, y el milagro se hizo; mientras el ciervo moría
despedazado contra el suelo en el fondo del abismo, el caballo se detenía
rígido en el último instante al borde mismo del precipicio. Se había salvado.
Al espanto
siguió la curiosidad. En pos del hallazgo del indudablemente destrozado ciervo,
reparó en una casi invisible senda que, serpenteando entre la espesa maleza, le
condujo hasta una profunda cueva medio oculta entre el follaje, que a su vez
cobijaba una pequeña ermita dedicada a San Juan Bautista, y también los restos
incorruptos de un venerable anciano ermitaño, llamado Juan de Atarés, reclinada
su cabeza sobre una piedra en la que una inscripción mencionaba su nombre. Tras
dar sepultura al ermitaño y sintiendo la llamada de Dios, regresó Voto a la
ciudad, convenció a su hermano Félix, vendieron sus bienes cuyo producto
destinaron a ayudar a los pobres y a redimir cautivos, tras lo que ambos
pasaron a recluirse definitivamente, dispuestos a emprender la vida eremita
entre aquellas agrestes soledades, al amparo de la cueva de Juan de Atarés. La Crónica de San Juan de la Peña nos añade
que «muertos aquestos sanctos hombres, vinieron otros dos hombres de buena vida
de los cuales el uno sera clamado Benedicto, et lo otro Marthelo, los quales
siguieron las pisadas de los otros sanctos hombres qui avían servido a Dios en
aquesti lugar».
Luego, la
historia, a caballo muchas veces entre la tradición y la leyenda, nos dirá que,
tras la invasión musulmana, fueron las fragosidades de los Pirineos refugio
natural de las huestes cristianas fugitivas y lugar propicio para el nacimiento
de santuarios y monasterios, asilo de prelados y de caudillos, y focos de
espiritualidad y de tradición, de donde habían de partir los primeros impulsos
reconquistadores en esa alta Edad Media que aparece ante nosotros entre
tinieblas y cubierta con el ropaje de las leyendas. En la historia de San Juan
de la Peña, superior a todas, se confunde su origen con el del pueblo aragonés,
y, como un poema, aparece grandioso.
Se sabe con
certeza que, a raíz de la invasión musulmana, fue precisamente por los
alrededores de donde el anacoreta Juan vivía su fervoroso misticismo, donde
surgió el primer foco de resistencia contra la invasión musulmana. Corría el
año 718 y se habla de unos trescientos guerreros cristianos los que intentaron
hacerse fuertes en la fortaleza de Pano, situada en la parte más elevada de la
sierra de la Peña, donde aún puede señalarse el lugar que ocupara el poblado.
Sin embargo no consiguieron sobrevivir a su intento, pues que poco después, en
fecha no bien determinada, un ejército mandado por Abd el Melik arrasaba la
fortaleza, acababa con los defensores y pasaba a cuchillo al resto de la
población.
Es por entonces,
hacia finales del primer cuarto de aquel calamitoso siglo VIII, cuando nace la
leyenda de Voto, y se afirma, además, que a los núcleos cristianos que han huído
a refugiarse entre los abruptos montes de la sierra de San Juan, es el
anacoreta Voto el que acude a animarles para que no desfallezcan en su resistencia
contra el invasor. Es más, la leyenda dice que fue él quien les exhortara a que
eligieran un rey que les acaudillara en su lucha contra la presencia agarena. Y
así fue como, siguiendo su consejo, los refugiados cristianos vinieron a jurar
vasallaje a García Jiménez, de sangre noble, afincado en las cumbres pirenaicas,
a quien alzaron sobre el pavés junto a la cueva de San Juan. Era el año 724. En
memoria de su encumbramiento, aquel primer monarca cristiano de los Pirineos
ordenaba levantar una iglesia dentro de la cueva. Entretanto, a Voto y Félix se
les habían unido Benedicto y Marthelo, que serían los continuadores de la obra
eremita en la cueva, al morir los dos hermanos, que perviviría hasta el siglo
X.
Tras dos siglos
de luchas e incertidumbre, en que la sierra de San Juan había sido en realidad
una «tierra de nadie», es a principios del siglo X, en que Navarra, bajo el
reinado de Sancho Garcés l (905-925), y Aragón, bajo el de Galindo Aznares II
(833-922), constituyen dos estados en continua expansión, que la comunidad de
la cueva de San Juan ha llegado a su mayoría de edad y se organiza
monásticamente bajo la dirección del que va a ser su primer abad, Transirico, y
Galindo Aznares II, tras conquistar las tierras del sur de Jaca, llega hasta la
misma sierra de San Juan de la Peña y hace construir en honor a esta victoria
una nueva iglesia que sustituye a la que mandara edificar García Jiménez dos
siglos antes. Y es, con el levantamiento de esta iglesia, que comienza
prácticamente la historia de San Juan de la Peña, historia que conocerá etapas
de esplendor y de incertidumbre; de apogeo y de decadencia; que será corazón y
centro espiritual del naciente reino aragonés y refugio en vida y panteón en
muerte de sus monarcas, durante aquellas nebulosas vicisitudes de los siglos IX
y X.
De entre los
acontecimientos más destacados que acentúan la importancia que tuviera este
monasterio pinatense recordaremos la introducción que en él tuvo lugar, el 22
de marzo de 1071, en la segunda semana de cuaresma según la crónica pinatense,
del rito romano en Aragón para la liturgia en sustitución del antiguo rito
hispano-visigótico o mozárabe que se seguía hasta entonces en las iglesias; el
haber sido punto de partida de las más ambiciosas empresas bélicas y de los
caudillos que las dirigieran, así como lugar de cita para los nobles del reino,
que acudían a este monasterio para implorar la bendición del Abad antes de
emprender cualquier acción importante; que el Abad pinatense llegara hasta a
ocupar un lugar preeminente en las Cortes de Aragón, a tener voto en los
Conciliios y a no reconocer otra jerarquía superior que la del Papa, y que,
aunque lugar de oración por excelencia, alcanzará a albergar al propio tiempo
el primer foco de cultura del primitivo reino de Aragón, en el que además de
ser protagonista de primer orden, se facilitó el que dentro de sus muros se
escribiera, se copiara y se archivara todo lo referente a la historia del reino
aragonés, cuyo mejor exponente es la Crónica
Pinatense, figurando entre sus eruditos más destacados y que con mayor
fervor se dedicaron al estudio de los orígenes de los antiguos reinos
pirenaicos, Juan Britz Martínez y Domingo de la Ripa, ambos abades en el siglo
XVII. Pero, si bien gozó de la protección de reyes, obispos y hasta Pontífices y
vio notablemente engrandecido en ciertos momentos su patrimonio, también hubo
de verse envuelto en numerosos pleitos y ver mermados sus bienes en otras
ocasiones, e incluso llegó a ser víctima en dos ocasiones de graves aunque
fortuitos incendios: el iniciado el 17 de noviembre de 1494, en la parte alta
de encima de las cocinas, que rápidamente se extendió por todas las
dependencias, y en el que «en todo el monesterio no quedó un palmo de fusta» e
incluso llegaron a fundirse la mayor parte de las campanas y otras se
resquebrajaron, así como a quemarse buen número de libros religiosos, algunos
de los cuales «no los había más bello ni cumplido en la mitad de la España», y
el acaecido el 24 de febrero de 1675, de tres días de duración, que afectó al
refectorio, hospedería y archivo del monasterio, y que lo dejaron en un tan
lamentable estado que los monjes se vieron obligados a edificar otro nuevo en la
planicie de San Indalecio —llamada así por la ermita que en honor de este santo
se había construido en ocasión del traslado de sus reliquias—, celebrándose el
abandono, y con ello el definitivo ocaso del en otro tiempo importante y poderoso
cenobio pinatense de la Cueva de San Juan, en el mes de septiembre de 1682.
Mas también el
nuevo monasterio iba a tener sus días contados. En agosto de 1809, las tropas
napoleónicas, a las órdenes del general Suchet, llegaron al monasterio, que
desvalijaron aunque sin atentar contra el viejo conjunto abacial por orden del
propio general. Y en el año 1835, con la desamortización de Mendizábal —aquel
gran latrocinio al que aludiera Menéndez y Pelayo—, quedó cerrada
definitivamente la historia del glorioso cenobio.
Es curioso, sin
embargo, observar que, en medio de tantos aconteceres y vicisitudes, nunca
venga a hablarse documentalmente de la llegada al Monasterio del Santo Cáliz de
la Cena del Señor, y tampoco de su estancia en él, salvo la referencia de un
Auto con fecha 14 de diciembre de 1134, que cita como visto por él el escritor
benedictino y canónigo magistral de Zaragoza por el año 1698, J. A. Ramírez, y
que decía así: «En un arca de marfil está el Cáliz en que Cristo Nuestro Señor
consagró su sangre, el cual envió San Lorenzo a su patria, Huesca».
Es como si una
intencionada ocultación buscara silenciar la existencia, en el Cenobio, de la
Sagrada Reliquia, de la que nada se dice hasta que surge la petición de Martín
el Humano, como más adelante veremos.
Si alguna vez
llegáis a visitar el viejo Monasterio —actualmente en proceso de restauración—,
podréis ver todavía en él:
La llamada Sala
del «Concilio», del siglo XI, estancia lóbrega e irregular, dividida en cuatro
tramos de diferente amplitud, cubiertos con bóveda de medio cañón y grandes
arcos de medio punto que, con la iglesia baja y cripta abacial, conforman las
partes más antiguas y venerables del cenobio, todo él de roca viva y con
aspilleras como ventanas, más dignas de un castillo que de un santuario, pero
que proclaman lo belicoso de aquellos tiempos.
Ya en la planta
superior, el llamado «Panteón de Nobles aragoneses», de superficie cuadrada y
sin cubrir, ejemplar famoso y único de la arquitectura románica y el más
completo en su estilo de los que existen en España, presenta en el muro
izquierdo dos hileras de sepulcros con arquivoltas que sostienen unas figuritas
y ostentan en las lápidas una decoración de relieves con cruces y crismones muy
interesante por su simbolismo. Las inscripciones conservadas nos testifican que
en este Panteón están enterrados ilustres personajes del reino aragonés, con
fechas que se remontan al 1082.
A continuación,
la iglesia alta de San Juan, construida por el rey Sancho Ramírez y consagrada
en 1094 por el arzobispo de Burdeos. Constituye un hermoso y puro ejemplar del
románico aragonés del siglo XI. Consta de una sola nave, con tres ábsides
semicirculares exhornados con arquería ciega de capiteles labrados y con bóveda
formada en su mayor parte por la misma peña; en ella estuvo expuesto el Santo
Cáliz a la veneración de los fieles.
Al lado del
Evangelio se halla la puerta de acceso a la sacristía antigua, convertida en
Panteón Real por orden de Carlos III en 1770, en el que reposan los restos de
casi todos los reyes de la dinastía pirenaica. Ocupa la cabecera del Panteón un
altar dedicado al Crucificado que custodian dos tallas en mármol blanco que
representan a la Virgen y a San Juan Evangelista; corona el altar un escudo de Aragón
timbrado con la corona real. A la derecha está el enterramiento real, compuesto
por veintisiete sepulcros ocultos con láminas de bronce dorado, grabadas con
alusiones a los reales personajes que allí descansan. Frente a los sepulcros,
grandes estucos en relieve representan episodios destacados de la historia de
Aragón. Culmina la decoración un medallón con el retrato de Carlos III.
Al otro lado del
templo, se encuentra el Claustro, con el que se comunica a través de una puerta
mozárabe procedente de la iglesia baja; en las dovelas de su arco aparece
grabada una inscripción en latín, realizada en el siglo XII, que traducida
viene a decirnos: «La puerta del cielo se abre, a través de ésta, a cualquier
fiel si se aplica en unir a la fe los mandamientos de Dios». El conjunto es de
planta cuadrangular, y único, tanto por su situación como por la disposición de
sus arcadas sin cubrir y de una impresionante majestad, belleza y originalidad
artística, con cuatro hermosas galerías, arcos de los tipos más variados con columnas
geminadas, preciosos capiteles historiados esculpidos primorosamente por un
escultor anónimo conocido como «maestro de San Juan de la Peña», que viviera a
fines del siglo XII, con relieves del Antiguo y Nuevo Testamento que sorprenden
por su tendencia al movimiento y su realismo, y cuya soberbia labra se
caracteriza por los ojos, tremendamente acusados, que infunden a sus personajes
una expresión sosegada y tranquila.
Con acceso al
claustro, se encuentran dos capillas: la de San Victoriano y la de San Voto y
San Félix. La primera de ellas, del estilo gótico aragonés más depurado, fue
edificada a principios del siglo XV con la finalidad de servir de decoroso
enterramiento de los abades, por el valenciano Juan Marqués, promovido a la
mitrada dignidad por el Papa Benedicto XIII, en bula expedida en Peñíscola el
15 de diciembre de 1412. En ella se encuentra esculpido un curioso detalle que
merece ser recordado: es la aparición en el gablete del frontispicio de la
capilla, formado por cinco arquivoltas ricamente festonadas con piñas, hojas,
florones, bellotas, caracoles y otros motivos más, delicadamente combinados, el
escudo de Valencia, rudamente tallado, que nos muestra el rombo con las barras
de Aragón, con un casco, la corona real y Lo Rat Penat sobre él; todo ello
petrificado e inmutable, tal vez como huella y testimonio de la presencia del
abad valenciano y del recuerdo entrañable de su tierra natal.
La segunda,
situada en el ángulo opuesto al panteón de abades, es de estilo neoclásico y
remata su portada con el escudo del abad Briz Martínez, historiador del
monasterio, quien al considerar milagroso el hecho de haber resultado ileso
tras caer dos pedruscos de la rocosa bóveda del claustro, que llegaron a
rozarle, decidió construir esta capilla, terminada en 1631, que dedicó a los
eremitas mozárabes santos Voto y Félix, sucesores como ya vimos del primer
ermitaño San Juan de Atarés.
Este es el lugar
recóndito, maravilloso y seguro por su fragosidad y alejamiento de los
territorios todavía en lucha contra los árabes invasores, donde durante más de
dos siglos y medio continúa la Sagrada Reliquia, ahora ya bajo la custodia de
los monjes cluniacenses y el singular afecto y protección de los Reyes de
Aragón; todo ello realzado por las virtudes de los Santos y la fama de los
héroes, cuyos venerables restos vendrán a reposar en los panteones del
Monasterio, como perenne guardia de honor del Sagrado Vaso.
Y va a ser
durante este tiempo de epopeya y grandeza, de fe y heroísmo, cuando van a tener
su pleno desarrollo las peregrinaciones y cruzadas que llevarán con ellas la
noticia, aureolada con la fantasía y el romance, de la presencia del Santo
Cáliz entre abruptas montañas; narraciones que darán origen a bellas y
numerosas leyendas sobre el Santo Grial y sus héroes, que juglares y trovadores
repetirán y extenderán a su paso, y que un día, el genio musical incomparable
del siglo XIX, Ricardo Wagner, transformará en el más extraordinario drama
lírico de todos los tiempos.
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