domingo, 7 de septiembre de 2014

El Santo Cáliz de la Cena (VII). Manuel Sánchez Navarrete




EL SANTO CÁLIZ DE LA CENA
SANTO GRIAL VENERADO EN LA CATEDRAL DE VALENCIA (VII)

Manuel Sánchez Navarrete

Valencia 1994


De Huesca a San Juan de la Peña

Recibido en Huesca el Sagrado Cáliz, con la carta que le acompañaba —y de la que existe constancia en la obra inédita de la Biblioteca catedralicia de Huesca (nn. 984-88, 206-208); en Pahoner, Hallazgo de especies perdidas; en Villanueva, Viajes literarios, K. II; en Escolano; en el Deán de Jaca, Sr. Sangorrín; en el historiador valenciano y cronista Dr. Agustín Sales y otros, pero que desgraciadamente desapareciera en el transcurso de los tiempos —cosa nada insólita ni desusada por otra parte, ya que se carece por completo de autógrafos occidentales de mediados del siglo III— extendióse entre los cristianos oscenses la veneración que mereciera tan insigne reliquia, si bien teniendo que salvar épocas de persecución y otros peligros que imponían la ocultación y el secreto. Recordaremos, por ejemplo, las feroces y constantes persecuciones decretadas por los emperadores romanos y, principalmente, las dictadas, hacia el año 303, por Diocleciano y Maximiliano.  También las espantosas luchas y apostasías motivadas por la irrupción de los bárbaros del Norte, que sujetaron esta comarca al dominio de los visigodos desde el principio del siglo V hasta la invasión de los árabes en el VIII, y en forma particularmente destacada, el gran peligro que supuso para la Sagrada Copa el expolio de Childeberto, aquel Rey de París que se llevara, en 511, setenta cálices artísticos y 15 patenas, todo de oro, de las iglesias de España, para «restituirlos» a las de Francia, y pudieran servir a la vez de modelo a los orfebres de su país. Afortunadamente o no pasó por Huesca el regio cleptómano coleccionador de cálices valiosos o quiso la Providencia que no llegara a su conocimiento la existencia del nuestro.
Poco más de 200 años había permanecido el Santo Cáliz en Roma y 450 en Huesca cuando en el año 711 tenía lugar la invasión árabe de España.
Declarada diócesis Huesca en 553 y proclamado Vicencio como primer obispo, fueron cinco los prelados que se fueron sucediendo hasta llegar el momento de la invasión sarracena, en que se halla presidiendo la sede oscense el obispo Acisclo, que ya lo era en 683 y tenía por vicario a Andeberto en 693, los cuales, ante el arrollador avance de los invasores, abandonan con su clero la ciudad de Huesca siguiendo a los nobles, guerreros y pueblos que no quieren caer bajo el yugo musulmán, y llevando consigo cuanto de más precioso encerraban sus iglesias y, sobre todo, el Sagrado Cáliz de la Cena del Señor, continúan su repliegue poco a poco, en sucesivas etapas, por los más ocultos caminos de las montañas del Norte, hasta llegar secretamente a San Juan de la Peña, cenobio rodeado de misterioso culto e inspirador de leyendas, que iba a ser guardador durante cuatrocientos años de la estimada reliquia.
El doctor don Dámaso Sangorrín, en una serie de artículos que con el título «El Santo Grial en Aragón» publicara en la revista Aragón del S.I.P.A. de Zaragoza durante los años 1927 y 1928, y con él varios autores que le siguen, narra la posible trayectoria de la corte aragonesa en los tiempos siguientes a la invasión árabe, que hace recorrer a través de un buen número de pueblecillos de la comarca del río Aragón.
Según este autor, es al año siguiente de la invasión mahometana, en 712, que ante la rapidez con que los árabes avanzan en su proceso de ocupación de España y ante su imparable proximidad, el obispo Acisclo, que a la sazón presidía la sede oscense, y sus dos sobrinos, Orosia y Cornelio, formando ingente caravana con gran número de fieles cristianos y llevando consigo, como en ocasión análoga escribiera Alfonso el Sabio de Castilla, «res sacras et Sanctorum reliquias» (las cosas sagradas y las reliquias de los Santos), huyen hacia las estribaciones de los Pirineos, refugiándose en la Cueva de Yebra, situada en una altiplanicie del monte Ontoria —hoy puerto de Santa Orosia—, donde a poco eran alcanzados por las huestes de Muza que sometía a martirio tanto al santo obispo Acisclo como a la joven Orosia, inmolada por defender su fe y su virginidad, así como a su hermano Cornelio. De nuevo la caravana de fugitivos en marcha, llevando consigo el Cáliz, llegan a cobijarse en San Pedro de Siresa, un añoso monasterio, tal vez el más antiguo e importante de los cenobios aragoneses de tradición visigótica, en el que permanecería durante casi un siglo, y en el que se suceden las donaciones de los condes y reyes de Aragón y de Navarra «para el culto de las santas reliquias».
De este vetusto monasterio, fundado según la tradición por Galindo Aznares, conde de Aragón, en la primera mitad del siglo IX, se conserva todavía la magnífica iglesia que se alza cerca de la Selva de Oza, al lado de la vía romana que a través del Puerto de Palo se adentraba en tierras francesas.
El templo, de estilo románico, está construido con piedra de sillería, y consta de una sola nave, con crucero y ábside semicircular. La portada principal se abre en el imafronte y tiene tres arquivoltas planas soportadas por pilares y tímpanos con un crismón sostenido por dos leones. En el muro sur, hay otra puerta, posiblemente del siglo XII, reformada en el XVII, y en ambas puertas aparecen inscripciones en latín que hacen referencia a la fundación del monasterio.
La torre cuadrada y muy alta, se halla dividida en cuatro cuerpos de los que el último abandona su forma cuadrada para convertirse en octogonal. Pero lo que mayor impresión produce al contemplarla desde el exterior, es el importante papel que debió jugar, como en la mayoría de las iglesias románicas, tanto por su función y oficio cuanto por constituir un admirable medio de defensa.
El interior de la iglesia, con bóveda de medio cañón, y con tres arcos fajones que apoyan en columnas adosadas a los paramentos murales, ofrece un conjunto de severas líneas, y aunque carente de decoración escultórica, posee una gran intensidad expresiva.
Pero no es el alzado de su fábrica ni los detalles arquitectónicos que aderezan el templo, ni siquiera la espléndida pila de agua bendita que todavía conserva, lo que más va a atraer nuestra atención. «En el suelo —hoy en profundas obras de cala y restauración—, cerca de la entrada principal del templo, hay una estrella dibujada con los cantos rodados con los que está —estaba— pavimentada la iglesia. Creo recordar que es una estrella de cinco puntas o seis. La punta de delante, sorprendentemente, no da —no daba— con exactitud al altar mayor sino que se desvía un poco. Siguiendo la dirección de esta punta de la estrella se encuentra —hemos comprobado todavía continúa— en el ábside una cavidad en la que la tradición local afirma estuvo escondido el Santo Cáliz. La cavidad es del tamaño de un sagrario grande, y está cavada en la piedra. Se le escondió allí para ocultarle de los agarenos invasores y se recurrió a la estratagema de la estrella para, una vez pasado el peligro, encontrar el lugar exacto donde estaba escondido.
Siendo príncipe el actual Rey, don Juan Carlos, visitó este templo y se realizó el «simulacro de buscar, encontrar y sacar de la pared el Santo Cáliz». (La descripción es de Oliván Baile: El Monasterio de San Pedro de Siresa. Los incisos son nuestros).
Cuando ya no eran de temer nuevas irrupciones de los árabes invasores, dado el respeto que les imponía lo abrupto del terreno y la brava defensa que de él hacían sus habitantes, pasaron los obispos con la Sacra Reliquia al Monasterio de San Adrián de Sasabe, lugar más recogido y abrigado que Siresa, situado a tres kilómetros de la actual villa de Borau y quince sobre Jaca, en los valles de Canfranch y Hecho. En Siresa vinieron a quedar muchas de las reliquias de los Santos que habían llevado consigo los cristianos fugitivos; no así el preciado Cáliz que continuó bajo la custodia de los fieles Obispos sucesores de Acisclo. Se cuentan hasta siete el número de ellos; se titulan Obispos de Aragón en Sasabe y dícese que se hallan enterrados en lo que fuera iglesia de Santa María de Sasabe, posible refugio en otro tiempo del Santo Grial y que hoy yace soterrada bajo la vulgar ermita de San Adrián, con tan sólo algunos arcos románicos visibles como testimonio de un glorioso pasado.
Por razones que imponía la lucha contra el invasor, se hacía frecuente el cambio de residencia tanto de las Sedes de los Obispos como de las Cortes de los Reyes, y es así como en tiempo del obispo Mancio II (1014-1033) debió ser trasladado el Santo Cáliz a la iglesia, también románica, de San Pedro, de la Sede Real de Bailo, población convertida en Sede Real al residir en ella don Sancho Garcés II, el Abarca.
Nuevos acontecimientos motivan, unos treinta años después, un nuevo traslado, ya que entre 1014 al 1045, encontramos en Jaca a los Obispos de Aragón.
Es ya por este tiempo que el Monasterio Pinatense de San Juan de la Peña, favorecido por todos los Reyes y panteón de casi todos ellos, ha adquirido enorme importancia. En el año 1025, don Sancho de Aragón había cedido Bailo y sus pertenencias a San Juan de la Peña. Su sucesor Ramiro I, al respetar la disposición de su padre que, sin capital de residencia permanente para su corte, decide marchar a establecer la suya nueva en la antigua Jaka (Jaca) de los romanos, que reedifica casi por completo, y en la que hace levantar una suntuosa catedral románica dedicada a San Pedro, la que, terminada en 1063, constituía por su suntuosidad y magnificencia el templo más adecuado en aquellas circunstancias para albergar y tributar culto a la preciada Reliquia.  Pero... tal vez los designios de la Providencia eran otros.
Al ocupar la Sede, como sucesor de don García en el Obispado de Aragón, el obispo don Sancho, a quien los peregrinos llaman «maestro de reyes», vino a suceder que, como era monje de San Juan de la Peña y gran favorecedor del Monasterio, obtuvo de un Concilio convocado al efecto la aprobación de un canon según el cual «El nombramiento de Obispo de Aragón recaerá en adelante en un monje del monasterio de San Juan de la Peña». Es por este tiempo cuando pudo ser llevado a San Juan de la Peña el Santo Cáliz de la Cena del Señor, llegándose a suponer motivara tal suceso el hecho de la llegada a España y visita al reino de Aragón, en 1071, del Cardenal Hugo Cándido, como legado del Papa Alejandro II, para implantar en nuestras iglesias la liturgia romana. Este hecho, de haber sido San Juan de la Peña uno de los primeros lugares en que la nueva liturgia se instituyera, ha llevado a suponer a algunos que, a fin de dar la mayor solemnidad y esplendor al acto, entendieran los monjes oportuno que el Legado pontificio oficiase aquella primera Misa con rito romano empleando el Cáliz que había servido al Señor para la Institución de la Eucaristía en la Cena Pascual, y tal vez pudo ser así, que, puestos de acuerdo con don Sancho, obispo de Jaca, fuera trasladada la reliquia al Monasterio.
Por más discreto que se hiciera, no dejó de trascender el hecho, dando lugar a un tenaz y prolongado forcejeo entre la ciudad y los monjes del Monasterio, ni siquiera resuelto al ser reconquistada Huesca en 1096.
Tanto el obispo don García Ramírez, como su sucesor el obispo don Pedro, persisten en la lucha «por defender los legítimos derechos de su diócesis contra los monjes de San Juan de la Peña». ¿Se querría decir con ello que para recuperar el Santo Cáliz de la Cena del Señor? Pero fue en vano. El Abad Aquilino, que acude a Roma enviado por su favorecedor el rey Sancho Ramírez, en defensa de lo que consideraban «desafección y oposición de los Obispos» con respecto al Monasterio, regresa con unas Letras obtenidas de Alejandro II en las que se ponía al Monasterio bajo la inmediata jurisdicción de la Santa Sede y se establecía que «ni rey ni duque, ni conde ni obispo, presumiese disputarle cosa alguna de las que entonces poseía o en adelante pudiera poseer, de cualquier clase que fuese».
Tal es en suscinta síntesis el contenido del relato que nos hace Sangorrín del continuado repliegue que, poco a poco, en escalonadas etapas, supone —sin ofrecer una satisfactoria documentación que lo avale— siguiera la ingente multitud de fugitivos cristianos, por los más ocultos caminos de las montañas del Norte, hasta llegar secretamente a San Juan de la Peña, cenobio rodeado de misterioso culto e inspirador de sorprendentes leyendas, que iba a ser guardador durante cuatrocientos años de la estimada Reliquia.

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