EL SANTO CÁLIZ
DE LA CENA
SANTO GRIAL
VENERADO EN LA CATEDRAL DE VALENCIA (VII)
Manuel Sánchez
Navarrete
Valencia 1994
De Huesca a San Juan de la Peña
Recibido en
Huesca el Sagrado Cáliz, con la carta que le acompañaba —y de la que existe
constancia en la obra inédita de la Biblioteca catedralicia de Huesca (nn.
984-88, 206-208); en Pahoner, Hallazgo de
especies perdidas; en Villanueva, Viajes
literarios, K. II; en Escolano; en el Deán de Jaca, Sr. Sangorrín; en el
historiador valenciano y cronista Dr. Agustín Sales y otros, pero que
desgraciadamente desapareciera en el transcurso de los tiempos —cosa nada
insólita ni desusada por otra parte, ya que se carece por completo de
autógrafos occidentales de mediados del siglo III— extendióse entre los cristianos
oscenses la veneración que mereciera tan insigne reliquia, si bien teniendo que
salvar épocas de persecución y otros peligros que imponían la ocultación y el
secreto. Recordaremos, por ejemplo, las feroces y constantes persecuciones
decretadas por los emperadores romanos y, principalmente, las dictadas, hacia
el año 303, por Diocleciano y Maximiliano. También las espantosas luchas y apostasías motivadas por la
irrupción de los bárbaros del Norte, que sujetaron esta comarca al dominio de
los visigodos desde el principio del siglo V hasta la invasión de los árabes en
el VIII, y en forma particularmente destacada, el gran peligro que supuso para
la Sagrada Copa el expolio de Childeberto, aquel Rey de París que se llevara,
en 511, setenta cálices artísticos y 15 patenas, todo de oro, de las iglesias
de España, para «restituirlos» a las de Francia, y pudieran servir a la vez de
modelo a los orfebres de su país. Afortunadamente o no pasó por Huesca el regio
cleptómano coleccionador de cálices valiosos o quiso la Providencia que no
llegara a su conocimiento la existencia del nuestro.
Poco más de 200
años había permanecido el Santo Cáliz en Roma y 450 en Huesca cuando en el año
711 tenía lugar la invasión árabe de España.
Declarada
diócesis Huesca en 553 y proclamado Vicencio como primer obispo, fueron cinco
los prelados que se fueron sucediendo hasta llegar el momento de la invasión
sarracena, en que se halla presidiendo la sede oscense el obispo Acisclo, que
ya lo era en 683 y tenía por vicario a Andeberto en 693, los cuales, ante el
arrollador avance de los invasores, abandonan con su clero la ciudad de Huesca
siguiendo a los nobles, guerreros y pueblos que no quieren caer bajo el yugo
musulmán, y llevando consigo cuanto de más precioso encerraban sus iglesias y,
sobre todo, el Sagrado Cáliz de la Cena del Señor, continúan su repliegue poco
a poco, en sucesivas etapas, por los más ocultos caminos de las montañas del
Norte, hasta llegar secretamente a San Juan de la Peña, cenobio rodeado de
misterioso culto e inspirador de leyendas, que iba a ser guardador durante
cuatrocientos años de la estimada reliquia.
El doctor don
Dámaso Sangorrín, en una serie de artículos que con el título «El Santo Grial
en Aragón» publicara en la revista Aragón
del S.I.P.A. de Zaragoza durante los años 1927 y 1928, y con él varios autores
que le siguen, narra la posible trayectoria de la corte aragonesa en los
tiempos siguientes a la invasión árabe, que hace recorrer a través de un buen
número de pueblecillos de la comarca del río Aragón.
Según este
autor, es al año siguiente de la invasión mahometana, en 712, que ante la
rapidez con que los árabes avanzan en su proceso de ocupación de España y ante
su imparable proximidad, el obispo Acisclo, que a la sazón presidía la sede
oscense, y sus dos sobrinos, Orosia y Cornelio, formando ingente caravana con
gran número de fieles cristianos y llevando consigo, como en ocasión análoga
escribiera Alfonso el Sabio de Castilla, «res sacras et Sanctorum reliquias»
(las cosas sagradas y las reliquias de los Santos), huyen hacia las
estribaciones de los Pirineos, refugiándose en la Cueva de Yebra, situada en
una altiplanicie del monte Ontoria —hoy puerto de Santa Orosia—, donde a poco
eran alcanzados por las huestes de Muza que sometía a martirio tanto al santo
obispo Acisclo como a la joven Orosia, inmolada por defender su fe y su
virginidad, así como a su hermano Cornelio. De nuevo la caravana de fugitivos
en marcha, llevando consigo el Cáliz, llegan a cobijarse en San Pedro de
Siresa, un añoso monasterio, tal vez el más antiguo e importante de los
cenobios aragoneses de tradición visigótica, en el que permanecería durante
casi un siglo, y en el que se suceden las donaciones de los condes y reyes de
Aragón y de Navarra «para el culto de las santas reliquias».
De este vetusto
monasterio, fundado según la tradición por Galindo Aznares, conde de Aragón, en
la primera mitad del siglo IX, se conserva todavía la magnífica iglesia que se
alza cerca de la Selva de Oza, al lado de la vía romana que a través del Puerto
de Palo se adentraba en tierras francesas.
El templo, de
estilo románico, está construido con piedra de sillería, y consta de una sola
nave, con crucero y ábside semicircular. La portada principal se abre en el
imafronte y tiene tres arquivoltas planas soportadas por pilares y tímpanos con
un crismón sostenido por dos leones. En el muro sur, hay otra puerta,
posiblemente del siglo XII, reformada en el XVII, y en ambas puertas aparecen
inscripciones en latín que hacen referencia a la fundación del monasterio.
La torre
cuadrada y muy alta, se halla dividida en cuatro cuerpos de los que el último
abandona su forma cuadrada para convertirse en octogonal. Pero lo que mayor
impresión produce al contemplarla desde el exterior, es el importante papel que
debió jugar, como en la mayoría de las iglesias románicas, tanto por su función
y oficio cuanto por constituir un admirable medio de defensa.
El interior de
la iglesia, con bóveda de medio cañón, y con tres arcos fajones que apoyan en
columnas adosadas a los paramentos murales, ofrece un conjunto de severas
líneas, y aunque carente de decoración escultórica, posee una gran intensidad
expresiva.
Pero no es el
alzado de su fábrica ni los detalles arquitectónicos que aderezan el templo, ni
siquiera la espléndida pila de agua bendita que todavía conserva, lo que más va
a atraer nuestra atención. «En el suelo —hoy en profundas obras de cala y
restauración—, cerca de la entrada principal del templo, hay una estrella
dibujada con los cantos rodados con los que está —estaba— pavimentada la
iglesia. Creo recordar que es una estrella de cinco puntas o seis. La punta de
delante, sorprendentemente, no da —no daba— con exactitud al altar mayor sino
que se desvía un poco. Siguiendo la dirección de esta punta de la estrella se
encuentra —hemos comprobado todavía continúa— en el ábside una cavidad en la
que la tradición local afirma estuvo escondido el Santo Cáliz. La cavidad es
del tamaño de un sagrario grande, y está cavada en la piedra. Se le escondió
allí para ocultarle de los agarenos invasores y se recurrió a la estratagema de
la estrella para, una vez pasado el peligro, encontrar el lugar exacto donde
estaba escondido.
Siendo príncipe
el actual Rey, don Juan Carlos, visitó este templo y se realizó el «simulacro
de buscar, encontrar y sacar de la pared el Santo Cáliz». (La descripción es de
Oliván Baile: El Monasterio de San Pedro
de Siresa. Los incisos son nuestros).
Cuando ya no
eran de temer nuevas irrupciones de los árabes invasores, dado el respeto que
les imponía lo abrupto del terreno y la brava defensa que de él hacían sus
habitantes, pasaron los obispos con la Sacra Reliquia al Monasterio de San
Adrián de Sasabe, lugar más recogido y abrigado que Siresa, situado a tres
kilómetros de la actual villa de Borau y quince sobre Jaca, en los valles de
Canfranch y Hecho. En Siresa vinieron a quedar muchas de las reliquias de los
Santos que habían llevado consigo los cristianos fugitivos; no así el preciado
Cáliz que continuó bajo la custodia de los fieles Obispos sucesores de Acisclo.
Se cuentan hasta siete el número de ellos; se titulan Obispos de Aragón en
Sasabe y dícese que se hallan enterrados en lo que fuera iglesia de Santa María
de Sasabe, posible refugio en otro tiempo del Santo Grial y que hoy yace
soterrada bajo la vulgar ermita de San Adrián, con tan sólo algunos arcos
románicos visibles como testimonio de un glorioso pasado.
Por razones que
imponía la lucha contra el invasor, se hacía frecuente el cambio de residencia
tanto de las Sedes de los Obispos como de las Cortes de los Reyes, y es así
como en tiempo del obispo Mancio II (1014-1033) debió ser trasladado el Santo
Cáliz a la iglesia, también románica, de San Pedro, de la Sede Real de Bailo,
población convertida en Sede Real al residir en ella don Sancho Garcés II, el Abarca.
Nuevos
acontecimientos motivan, unos treinta años después, un nuevo traslado, ya que
entre 1014 al 1045, encontramos en Jaca a los Obispos de Aragón.
Es ya por este
tiempo que el Monasterio Pinatense de San Juan de la Peña, favorecido por todos
los Reyes y panteón de casi todos ellos, ha adquirido enorme importancia. En el
año 1025, don Sancho de Aragón había cedido Bailo y sus pertenencias a San Juan
de la Peña. Su sucesor Ramiro I, al respetar la disposición de su padre que,
sin capital de residencia permanente para su corte, decide marchar a establecer
la suya nueva en la antigua Jaka (Jaca) de los romanos, que reedifica casi por
completo, y en la que hace levantar una suntuosa catedral románica dedicada a
San Pedro, la que, terminada en 1063, constituía por su suntuosidad y
magnificencia el templo más adecuado en aquellas circunstancias para albergar y
tributar culto a la preciada Reliquia.
Pero... tal vez los designios de la Providencia eran otros.
Al ocupar la
Sede, como sucesor de don García en el Obispado de Aragón, el obispo don
Sancho, a quien los peregrinos llaman «maestro de reyes», vino a suceder que,
como era monje de San Juan de la Peña y gran favorecedor del Monasterio, obtuvo
de un Concilio convocado al efecto la aprobación de un canon según el cual «El
nombramiento de Obispo de Aragón recaerá en adelante en un monje del monasterio
de San Juan de la Peña». Es por este tiempo cuando pudo ser llevado a San Juan
de la Peña el Santo Cáliz de la Cena del Señor, llegándose a suponer motivara
tal suceso el hecho de la llegada a España y visita al reino de Aragón, en
1071, del Cardenal Hugo Cándido, como legado del Papa Alejandro II, para
implantar en nuestras iglesias la liturgia romana. Este hecho, de haber sido
San Juan de la Peña uno de los primeros lugares en que la nueva liturgia se
instituyera, ha llevado a suponer a algunos que, a fin de dar la mayor
solemnidad y esplendor al acto, entendieran los monjes oportuno que el Legado
pontificio oficiase aquella primera Misa con rito romano empleando el Cáliz que
había servido al Señor para la Institución de la Eucaristía en la Cena Pascual,
y tal vez pudo ser así, que, puestos de acuerdo con don Sancho, obispo de Jaca,
fuera trasladada la reliquia al Monasterio.
Por más discreto
que se hiciera, no dejó de trascender el hecho, dando lugar a un tenaz y
prolongado forcejeo entre la ciudad y los monjes del Monasterio, ni siquiera
resuelto al ser reconquistada Huesca en 1096.
Tanto el obispo
don García Ramírez, como su sucesor el obispo don Pedro, persisten en la lucha
«por defender los legítimos derechos de su diócesis contra los monjes de San
Juan de la Peña». ¿Se querría decir con ello que para recuperar el Santo Cáliz
de la Cena del Señor? Pero fue en vano. El Abad Aquilino, que acude a Roma
enviado por su favorecedor el rey Sancho Ramírez, en defensa de lo que
consideraban «desafección y oposición de los Obispos» con respecto al
Monasterio, regresa con unas Letras obtenidas de Alejandro II en las que se ponía
al Monasterio bajo la inmediata jurisdicción de la Santa Sede y se establecía
que «ni rey ni duque, ni conde ni obispo, presumiese disputarle cosa alguna de
las que entonces poseía o en adelante pudiera poseer, de cualquier clase que
fuese».
Tal es en
suscinta síntesis el contenido del relato que nos hace Sangorrín del continuado
repliegue que, poco a poco, en escalonadas etapas, supone —sin ofrecer una
satisfactoria documentación que lo avale— siguiera la ingente multitud de
fugitivos cristianos, por los más ocultos caminos de las montañas del Norte,
hasta llegar secretamente a San Juan de la Peña, cenobio rodeado de misterioso
culto e inspirador de sorprendentes leyendas, que iba a ser guardador durante
cuatrocientos años de la estimada Reliquia.
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