EL SANTO CÁLIZ
DE LA CENA
SANTO GRIAL
VENERADO EN LA CATEDRAL DE VALENCIA (V)
Manuel Sánchez
Navarrete
Valencia 1994
Lo que nos dice la tradición
«La tradición es
una fuente histórica perfectamente potable y lícita; su utilización ha sido
normal y frecuentísima; algunos hallazgos documentales de gran valor han venido
muchas veces a corroborar la verdad y autenticidad de muchas tradiciones».
MARTÍN
DOMÍNGUEZ, Una de las más importantes
rutas compostelanas según el Códice Calixtino.
Fuerza probativa
de la Tradición
«Hay problemas
que para resolverlos —escribe Leo Talamonti, en Universo Prohibido— es oportuno hacer converger la voz de los
poetas con la de los estudiosos, y utilizar posiblemente también las
aportaciones de aquella gran maestra de la vida que es la tradición en sus
líneas más genuinas».
En sentido
general sabemos que se entiende por tradición la transmisión o continuidad de
noticias, ritos, creencias, ideas, instituciones y costumbres que se suceden en
la vida de los pueblos y cuya alma, se puede decir, constituye.
Tal concepto de
tradición es muy amplio y puede referirse a cuestiones científicas, artísticas,
populares, etc., y, por supuesto, también religiosas, pudiendo ser, en
cualquier caso, oral y real.
La primera, como
fuente histórica es, indudablemente, menos pura y fiable que la basada en documentos
escritos, y para que pueda ser admitida como valor real histórico, se considera
ha de ser universal, constante y uniforme.
A su vez, dentro
de la temática religiosa, que es la que a nuestro objeto interesa, la tradición
oral podrá ser:
- Apostólica, si
se refiere a ciertos usos establecidos por los Apóstoles, como pueden ser los
ayunos y abstinencias, observación del domingo, etc.
- Eclesiástica,
si alude a ciertos usos introducidos por los pueblos y los sacerdotes, y
aprobados por la Iglesia, como la observancia de determinadas fiestas, por
ejemplo.
- E histórica,
la transmitida sobre la realización y circunstancias que han acompañado un
hecho histórico.
En referencia a
esta última, los doctores eclesiásticos enseñan que el culto público dado durante
siglos a una reliquia antigua, hace presumir la prueba de su verdad, lo que
vale tanto como los mejores documentos históricos.
Ahora bien, una
tradición constante e ininterrumpida, confirmada desde los primeros tiempos por
un documento de primera magnitud, El
canon de la Santa Misa, y conservada en Roma con la positiva aprobación de
los primeros Papas por espacio de dos siglos, afirma y sostiene la autenticidad
de tan estimable joya. A partir de Sixto II y el martirio de San Lorenzo, va
haciéndose esta afirmación más segura y solemnemente autorizada, sobre todo en
el Reino de Aragón y, especialmente, en los obispados de Huesca y Jaca, hasta
adentrarse de modo definitivo en el plano de lo histórico, con documentación ya
plena y formalmente acreditada.
Existen, además,
otras razones en apoyo de la fuerza probativa que constituye el culto
tradicional al Santo Cáliz, como puede ser la consideración de que sería
temerario sospechar siquiera que se hubiese podido perder tan preciada
reliquia, ya que ello acusaría descuido inexplicable en el «Padre de familias»
de que nos habla el Evangelio, al cual pertenecía, y en cuya morada tuvo lugar
la Ultima Cena; así como en los Apóstoles, cuando vemos conservaron tantas
otras de su Maestro, incluso no tan importantes, como el Santo Pesebre que se
guarda en Santa María la Mayor; la Mesa de la Ultima Cena, que se venera en San
Juan de Letrán; la Fuente o catino del cordero pascual, en Génova; la Sábana
Santa que envolvió su cuerpo y que se conserva en Turín; la Corona de Espinas,
la Sagrada Lanza, los Clavos de la Pasión y el mismo Sepulcro.
Pero veamos qué
es lo que nos refiere la tradición:
Del Cenáculo a Roma
Ella nos dice
que la preciada Copa debió pertenecer a persona de alta alcurnia, ya que su
riqueza y finura denotan una categoría artística y material superior a la de los
toscos vasos de vidrio, madera o barro, usados normalmente entonces por la
gente ordinaria. Es de suponer, pues, perteneciera al dueño del Cenáculo que,
como sabemos por los Evangelistas, era hombre acomodado, puesto que poseía una
suntuosa vivienda y sirvientes, el cual debió ofrecer al Maestro el mejor de
sus vasos, con los demás utensilios necesarios para la cena legal que precedió
a la primera consagración eucarística.
Y ¿quién era el
padre de familias?
Son muchos los
que se han hecho esta pregunta sin que nadie haya podido acertar a responder
satisfactoriamente, ya que por la carencia de datos concretos, los
investigadores nunca han podido llegar más allá de las conjeturas y
suposiciones. Para algunos autores, como Agustín Sales, Cruilles y Sanchis
Sivera, podría ser Chusa, procurador y tesorero de Herodes Antipas (Lc., VIII,
3) y esposo de Juana, una de las piadosas mujeres que acompañaban al Maestro y
subvenía con sus bienes al sustento del apostolado; otros, como el profesor
Giuseppe Ricciotti, el padre jesuita Ferdinand Prat y el también jesuita Andrés
Fernández Truyola, profesor del Pontificio Instituto Bíblico, mantienen la tesis
de identificar al padre de familias con el padre de Juan Marcos, llegando alguno
de ellos a afirmar, como el sacerdote Filtión, consultor de la Comisión Bíblica
Pontificia y profesor de Sagrada Escritura, que la Casa del Cenáculo era de la
madre de Juan Marcos; Maldonado y otros se inclinan en favor de Nicodemo o José
de Arimatea, sin aducir fundamentos estimables, si bien es cierto que a este
último lo vemos figurar en no pocas de las leyendas medievales pertenecientes al
ciclo del Santo Grial; señalaremos por último la existencia de otros muchos
autores, tal vez los más numerosos, que pasan sin decir nada sobre la identidad
del padre de familias, que seguirá impenetrable a pesar del importante papel
que la figura de este personaje desempeñara en el drama de Jesús.
Tras la muerte
del Señor, acudieron los discípulos a refugiarse al Cenáculo del Padre de
familias, hasta que, reanimados y confirmados en la fe con la resurrección del
Maestro y vivificados después por el fuego del Espíritu Santo, emprendieron
animosos y sapientes su camino en cumplimiento del encargo recibido, hacia la
conquista espiritual del mundo. Durante estos días de preparación para el inicio
de la gran empresa de evangelización que les esperaba, es lógico pensar
tuvieran tiempo y ocasión suficientes para recoger y conservar todas las
reliquias del Salvador que la tradición nos recuerda han llegado hasta nosotros
y algunas otras que en el transcurso de los siglos es de suponer hayan ido
desapareciendo, en tanto la Sagrada Copa, retenida bajo la custodia de la
Santísima Virgen, seguiría siendo utilizada, bien por San Juan, el discípulo
amado y custodio de María, bien por Pedro como primero de los Apóstoles, para
la celebración del sacrificio eucarístico ante la Señora.
Siuri, Obispo de
Córdoba, y Sales que lo cita, entre otros historiadores, opinan que a la muerte
de la Santísima Virgen y separados los Discípulos para anunciar la Buena Nueva
a todas las naciones, debió hacerse cargo de tan insigne reliquia San Pedro,
elegido por Jesús como cabeza visible de la Iglesia. Este lo llevaría consigo a
Antioquía, primero, y después a Roma, donde continuó sirviéndose de él, como
nos testifica la tradición, para celebrar el Santo Sacrificio; como igualmente
por antiquísima tradición consta que se sirviera, para altar, de una parte de
la mesa de la Cena, la que todavía se venera, como señalamos, en Letrán.
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