EL SANTO CÁLIZ
DE LA CENA
SANTO GRIAL
VENERADO EN LA CATEDRAL DE VALENCIA (VI)
Manuel Sánchez
Navarrete
Valencia 1994
De Roma a Huesca
Vinculada la
posesión del Sagrado Vaso a los Príncipes de la Iglesia, sucesores de Pedro,
son veintitrés los Papas que ininterrumpidamente se van sucediendo y siguen
consagrando y bebiendo en el Cáliz del Redentor su Divina Sangre, muchos de los
cuales darán incluso en ocasiones la suya propia, en testimonio de su fe y en
defensa del Evangelio.
Ha quedado allá
en el recuerdo de Pedro la muerte dulce y apacible de la Madre de Jesús, con
todos los hechos sorprendentes y prodigiosos de los cuales ha sido testigo. Y
ahora, cuando cada día llega en el curso de la primitiva liturgia el momento
sublime de la fracción del pan y bendición del vino, otra vez, el Pastor de los
Pastores, allá en la oscura cripta, tan sólo iluminada por la luz temblorosa de
las antorchas y la pálida y débil llama de las lámparas de aceite, va a colocar,
sobre la piedra grande del sepulcro que le sirve de mesa, el Cáliz del Señor, y
una vez más tomándolo en sus manos, va a repetir con temblores de emoción en
sus palabras «... y tomando este Cáliz!». Porque él, Pedro, sabe que aquella es
la misma Copa que el Señor retuvo entre sus manos. Porque él estuvo allí, en el
momento de la institución de la primera Eucaristía. Y Pedro quiere seguir
confirmando cada día la verdad de la que fue testigo.
Tras la muerte
de Pedro en el martirio, será Lino quien le suceda en la lista magna de la
jerarquía de la Iglesia, y quien, durante doce años de pontificado, seguirá
diciendo lo mismo que dijo Pedro. Y luego será Anacleto, su sucesor, quien
seguirá repitiendo las mismas palabras durante doce años, y las repetirá
Clemente, que le sigue, durante nueve años; y tras él, Evaristo, durante ocho;
y Alejandro, durante otros ocho; y Sixto I, durante diez; y Telesforo, durante
once; al que sucederá Higinio, durante cuatro; y luego vendrá Pío I, durante
quince; y Aniceto, durante once; y Sotero, durante nueve; y Eleuterio, durante
catorce; y Víctor, durante diez; y Ceferino, durante dieciocho; y Calixto I,
durante cinco; y Urbano I, durante ocho; y Ponciano, durante cinco; y Antero,
durante uno; y Fabián, durante catorce; y Cornelio, durante dos; y Lucio,
durante uno; y Esteban I, durante tres; y luego llegará Sixto II, que seguirá
haciendo los mismos ademanes y repitiendo las mismas palabras que sus
antecesores, y que a su vez escuchará su diácono, el español, oriundo de
Huesca, Lorenzo, y que son, precisamente, esas mismas palabras que preceden
inmediatamente a la Consagración del Sanguis y que vienen siendo repetidas
desde hace siglos en todo el mundo, no ya sólo por los Pontífices sino por
infinidad de sacerdotes y escuchadas o leídas por multitud de fieles: «Accipiens
et HUC PRAECLARUM CALICEM in sanctas ac venerabiles manus suas...», esto es,
«Tomando ESTE PRECLARO CALIZ en sus santas y venerables manos...», las que, sin
duda, parecen ser una clara alusión al Cáliz de la Cena que tendrían presente
los Pontífices al consagrar, y que luego pasaron a ser el canon de la Misa.
Hemos dicho que
también el diácono Lorenzo había escuchado de labios del Papa Sixto II las
mismas palabras, una y otra vez repetidas por sus antecesores, pero que él ya
no podrá repetirlas sobre el Cáliz del Señor porque ya no será Papa.
Conviene
recordar, como lo hace Oñate (obra citada, p. 73, nota 10), que la dignidad de
primer diácono, a la que había sido elevado Lorenzo por el pontífice Sixto II,
era de gran importancia en la Iglesia de Roma, pues que aparte de tener a su
cargo la administración de las propiedades y la custodia de los bienes de la
Iglesia, durante la vida del Pontífice, solía sucederle a su muerte.
Cuando esto
sucede, han transcurrido dos siglos y han sido veintitrés los Pontífices,
sucesores de Pedro, que han permanecido en Roma.
De nuevo, como
ya sucediera en ocasiones anteriores, ha venido a desatarse otra ola de
persecución y violencia. Es tal vez por ello que ninguna de las reliquias
insignes recogidas por los primeros cristianos y conservadas con singular
veneración unidas al recuerdo de Jesús, fueran acompañadas del testimonio
demostrativo de su absoluta autenticidad. Los frecuentes períodos de persecución
contra los cristianos aconsejaban prudencia y el misterio más absoluto, en
torno tanto a las personas como a los objetos, en el propio interés de los
cristianos. Son razones suficientes para que todas las supuestas reliquias de la
Pasión del Señor sean discutibles y realmente discutidas. De la mayoría de
ellas no ha sido posible conservar prueba alguna sólida en su favor, y en
alguna las hay de gran peso en contra. Al contrario sucede con el Santo Cáliz,
la reliquia más insigne y la más fácilmente ocultable y transportable, y la que
mayores motivos había para su conservación en cumplimiento del mandato del
propio Jesucristo: «Haced esto en conmemoración mía». Si el cáliz de aquella
ceremonia se hubiera perdido, la fórmula de la consagración sería distinta.
Como el pan se consumió, al repetir la transustanciación vino a utilizarse un
artículo determinado y se dijo «tomando el pan». Cuando se alude al cáliz se
hace con un pronombre demostrativo y se dice: «y tomando en sus santas y
venerables manos este esclarecido cáliz», éste y no otro.
El edicto
apareció el año 257 y se reiteró en el 258. Los secuaces de Valeriano se
dedicaron al pillaje de las limosnas cristianas, llegando en su afán de lucro a
allanar hasta las Catacumbas, protegidas por la legislación romana, donde el 6
de agosto del 258 era sorprendido el propio Pontífice en el cementerio de
Calixto mientras celebraba los santos misterios. Condenado a morir decapitado,
no sin antes ser torturado por negarse a entregar al Emperador los escasos
bienes y objetos de valor que conservaba la Iglesia, todavía halló medio, antes
de su martirio, de ordenar a su fiel diácono y tesorero Lorenzo, que
distribuyera inmediatamente los bienes entre los pobres, lo que así hizo, a
excepción del Santo Cáliz, que en un fervoroso y sin duda inspirado deseo de
salvarlo a toda costa del peligro que corría en Roma, enviaba, dos días antes
de alcanzar la palma de su propio suplicio, acaecido el 10 de agosto, y por
mediación de un soldado de las legiones romanas, paisano suyo y perteneciente a
su comunidad, a su ciudad natal, Huesca, acompañado de una carta de remisión en
la que ordenaba fuera entregado a sus padres, Orencio y Paciencia, que a la
sazón habitaban en su casa y posesión de Loret, hoy iglesia de Loreto, a
extramuros de Huesca.
La razón de que
tan preciada reliquia fuera enviada por Lorenzo a sus padres y no directamente
al obispo de Huesca, como pudiera parecer más razonable tratándose de tan
sublime presente, queda explicada por el hecho de que por dicha época no
existía todavía en Huesca silla episcopal, ya que el primer Obispo de quien se
tiene noticia cierta es Vicencio, por los años 553, o sea, unos trescientos
años después del arribo del Santo Cáliz a la casa de los padres de Lorenzo.
Un momento de
esta piadosa tradición del traslado del Santo Cáliz, de Roma a Huesca, vino a
ser recogido y plasmado en uno de los frescos que se conservaban en uno de los
muros de la Basílica de San Lorenzo, en las afueras de Roma, en la que
descansan los restos del Papa Pío IX, y donde aparece el glorioso diácono
entregándole a un soldado, que permanece de rodillas, un cáliz con asas que
aquél parece recibir con singular reverencia, acompañado de otro soldado
armado, cuya presencia tal vez se justifique como testigo de la entrega o
posiblemente también como defensor de la preciada reliquia.
Este fresco, con
otros, representando diversas escenas relacionadas con la vida de San Lorenzo y
ciertos episodios legendarios de la Edad Media relacionados con la veneración que
se le tenía al mismo, desapareció, conmoviendo con su recuerdo a la Cristiandad,
al ser alcanzado por el feroz bombardeo de la Ciudad Eterna por los aliados, en
julio de 1943, y así aparece testificado en la Guía moderna de Roma titulada Rampilgen, debida a la pluma de Mr.
Waol, rector de la propia Basílica por espacio de treinta años. Tales pinturas
nos llevan a la conclusión de que el hecho de estar muy afianzada tal creencia
en la Roma medieval movió a buscar la perpetuación en la pintura de lo que se
debió considerar como uno de los hechos más notables —como así lo era, en
efecto— de la vida del Santo Mártir oscense.
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