EL SANTO CÁLIZ
DE LA CENA
SANTO GRIAL
VENERADO EN LA CATEDRAL DE VALENCIA (IV)
Manuel Sánchez
Navarrete
Valencia 1994
Supuestos
Cálices de la Santa Cena
Como escribe Ana
Isabel Lapeña Paúl (San Juan de la Peña.
Guía histórico-artística, p. 38), «En las creencias religiosas del hombre medieval
se entremezclaban dosis de superstición a la par que una gran devoción. Por
esta razón las reliquias y su culto tuvieron un papel fundamental y, como
consecuencia, los monasterios se preocuparon en hacerse con un buen número de
ellas, de tal forma que prestigiaran a ese centro religioso, porque, además, la
posesión de éstas era una nueva fuente de ingresos. Peregrinos y gentes
diversas se acercaban, incluso desde alejados lugares, solicitando peticiones
de todo tipo y agradeciendo los favores recibidos con cuantiosas limosnas y
donaciones piadosas».
Es tal vez por
esto que, como sugiere Sanchis Sivera, la importancia que como elemento
religioso alcanzara la literatura medieval informada por el Santo Grial, dio
origen a que no pocos monasterios vinieran a atribuirse la distinción de ser
los poseedores del preciado cáliz, hasta el punto de que al llegar el siglo XVI
se elevase nada menos que a veinte el número de cálices que se disputaban el
honor de pretender ser el auténtico que Jesucristo tuviera en sus manos en la
Ultima Cena. Pero, poco a poco, en un largo proceso de autentificación y
depuración histórica en el que a veces el olvido originado por la carencia de
una base consistente ejerciera no poca influencia, fueron cayendo unos tras otros
de sus pretensiones, hasta el punto de que en el siglo XVIII ya fuesen
solamente ocho los cálices que intervinieran en la disputa: cuatro de ellos en
Francia, a saber, el de Lyon, el de Reims, el de Albi y el de la Baja Auvernia;
uno, en Flandes; otro, en Génova; el de Jerusalén —desaparecido— y el de
Valencia.
Pero la crítica
histórico-literaria sigue desbrozando el camino. El de Lyon —citado por Sales—,
de esmeralda, resultó ser un regalo hecho por Carlomagno, sin que al donarlo
diera noticia alguna sobre él; el de Reims, de plata, se presenta con
inscripción grabada en su pie que acredita haber sido donado a aquella Catedral
por su arzobispo San Remigio, en el año 545; del de Albi se carece de
documentación ni tradición alguna que lo avale, y lo mismo puede decirse del de
Brionda, en la Baja Auvernia; en cuanto al otro supuesto, de Flandes, tan sólo
se trata de un infundio que fuera propalado por un anotador valenciano, pues
que no hay autores de ninguna clase, ni documentación, ni siquiera supuesta
tradición que aludan a él.
Sobre otro, el
famoso cáliz de plata, llamado de Antioquía, encontrado en 1924 y hoy en el
museo de Nueva York, bastará considerar que no sólo su antigüedad navega en una
mar de ambigüedades —posiblemente proceda del siglo IV o V— sino que incluso ha
llegado a ser propuesto por Wilpert como falsificación moderna, sin que en
ningún caso haya llegado a afirmarse de él que fuera el cáliz de la Cena.
Y así llegamos
al año 1883, en el que ya solamente perduran tres cálices en la palestra: el de
Jerusalén, recordado por el venerable Beda, al que siguieron otros autores —y desaparecido
probablemente a raíz de la entrada de los árabes en la ciudad, en tiempos del
califa Omar—, consistente en un vaso de plata que habría visto en una pequeña
capilla de Jerusalén, en el hueco de un pilar, el obispo francés Arculfo, hacia
el año 720, según la narración que del viaje hizo el presbítero Admnano, y el
que por su ancha boca y gran capacidad —de varios litros— pudo muy bien ser la
crátera o jarro grecorromano que la noche de la Cena sirviera para ser
preparado el vino amerado.
Notemos, sin
embargo, que la autoridad de esta noticia queda bastante en entredicho, cuando
el mismo venerable confiesa que nunca llegó a comprobar por sí mismo la noticia
de cuanto de este cáliz escribe, sino que se fió de un monje, su guía, sin que
éste adujera ni tradición ni documento que avalara sus afirmaciones.
En cuanto al
Santo Catino, de Génova, se trata en realidad no de un cáliz sino de un plato,
y tampoco de esmeralda, como suele decirse, sino de pasta vítrea y forma
irregular, con seis puntas, que por su escaso fondo y gran perímetro —de 1’20
m— no pudo servir para contener el vino de la consagración, pero sí ser
utilizado para ofrecer el cordero pascual.
Según la hermosa
leyenda que le rodea, la reina de Sava, tan renombrada por su fausto y su
belleza, al llegar a Tiro, camino de Jerusalén, adquirió entre otras riquezas
este catino, que se hallaba en el templo de Hércules, y el cual entregó luego a
Salomón, que por entonces se hallaba construyendo el magnífico templo al que
diera nombre. Pasados los años y acaecida la destrucción del templo, salvóse el
preciado plato, el cual fue a parar a un descendiente del Padre de familias en
cuya casa celebró el Señor la cena, y en cuya mesa vino a figurar entre los
mejores objetos que el dueño poseía y puso al servicio del divino Maestro, el
hermoso catino que había heredado de sus mayores y el cáliz que se venera en la
Catedral de Valencia. En 1103, tras el saqueo de Cesárea, fue arrebatado por
los españoles a los árabes, que lo guardaron durante algún tiempo en Almería,
hasta que, conquistada la ciudad por Alfonso VIII, en 1147, aliado con los
aragoneses y genoveses, estos se dieron por satisfechos al quedarse con la
posesión del preciado plato como botín y premio de su auxilio.
Esta leyenda,
tomada de las crónicas españolas, es rechazada por los genoveses, quienes
afirman por su parte que el famoso catino fue conquistado por los cruzados al
mando de Guillermo Embriago, en Palestina, quien lo regaló a su Catedral.
Añadamos a lo
anteriormente expuesto que, como escribe don Juan Angel Oñate (El Santo Grial. Su historia. Su culto. Sus
destinos. 3ª edic. Valencia, 1990, p. 121), jamás llegaron los genoveses ni
sus antepasados a llamar Santo Grial al Sacro Catino de Génova, ni tampoco a
venerarlo como el Cáliz de la Cena del Señor. Y añade más: que al visitar en
agosto de 1950 la Catedral de San Lorenzo, de Génova, al informarse personalmente
sobre el Santo Catino, fue la repuesta que ellos, los genoveses, nunca habían
llegado a afirmar que fuese el Cáliz de la Cena del Señor, sino algo, un plato
quizá, que usó el Maestro en aquella ocasión, y que no tenían otro argumento
que la tradición.
Tal es, en
síntesis, la pequeña historia en cuanto se refiere a los cálices más destacados
con pretensiones de haber sido empleados por el Señor en la Ultima Cena,
ninguno de los cuales —y podría profundizarse mucho más en los datos y añadir
algunos ejemplos más a la lista— reúne las mínimas condiciones que pudieran
estimarse como prueba valorable de autenticidad.
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