San Sixto y San Lorenzo Fra Angelico - Vaticano |
EL SANTO CÁLIZ
Manuel Sánchez Navarrete
(historiador)
Valencia 1980.
(Germen del posterior estudio publicado en 1994).
Los Evangelistas San Mateo (26, 26-28), San Marcos (14, 22-24) y San Lucas (22-19-20) y San Pablo en su carta I a los Corintios (XI, 23-25), refieren de modo semejante, y casi con las mismas palabras, que el Señor, estando reunido con sus discípulos para celebrar la Pascua, en la noche en que fue entregado, «mientras comían, tomó pan, lo bendijo, lo partió y dándoselo a los discípulos, dijo: Tomad y comed, esto es mi cuerpo». Y que luego, «tomando un cáliz, pronunció la acción de gracias y se lo pasó diciendo: Bebed de él todos, que ésta es mi sangre del Nuevo Testamento, que será derramada por muchos para remisión de los pecados» (Mt, 26- 26-28).
Nota escrita por Juan de Ribera testificando que el Santo Cáliz "hasta hoy se conserva en nuestra iglesia valentina" |
Así quedó
instituido el sublime misterio de la Eucaristía y, desde ese mismo instante,
aquel Vaso vino a convertirse en la más preciada reliquia de la Cristiandad; en
la divina Copa que, en peregrinaje de amor, nos describirá la tradición yendo
del Cenáculo a Roma, de Roma a Huesca y de Huesca a San Juan de la Peña; en el
fabuloso y misterioso Grial, alrededor del cual se forjarán las más bellas
leyendas y las más fantásticas gestas de héroes y adalides que inundarán la
cristiandad con la grandeza de sus virtudes y el ejemplo de su valor
caballeresco, y en el Santo Cáliz que, bajo el sello y evidencia de la
historia, anhelarán poseer los reyes y, que, porque así estuviera escrito en la
voluntad del Señor, será entregado a la devoción y religiosidad de Valencia,
para, desde el ostentorio de su Capilla en la Basílica Matropolitana, ofrecerse
al mundo entero como testigo permanente del más augusto y sublime de los
misterios: el de la institución de la Eucaristía en la memorable tarde de aquel
primer Jueves Santo.
LA CAPILLA
El destino
principal de esta Capilla, en su origen Aula Capitular de la Catedral
valentina, construida por Vidal de Blanes, Obispo de Valencia de 1356 a 1369,
fue el que sirviera de Cátedra de Teología y enterramiento de prelados y
canónigos. Confiada la regencia de la Cátedra a los religiosos de Santo
Domingo, se encuentra entre los que la ocuparon a San Vicente Ferrer. También
se celebraron en ella Cortes Reales.
Posteriormente,
cesada su utilización para unas y otras funciones, abriose al culto, que estuvo
primero dedicado al Cristo de la Buena Muerte, hasta 1916 en que vino a
centrarse en el del Santo Cáliz.
En su estado
actual la vemos formada por cuatro muros de piedra de 16 metros de altura que,
asentados sobre una planta cuadrada de 13 metros por lado, sirven de apoyo a
doce ménsulas decoradas de las que, a su vez, arranca una complicada bóveda
formada por otros tantos arcos ojivales que van a reunirse, bajo una gran clave
central, para sustentar la bóveda correspondiente a la techumbre que cubre la
capilla.
En el lienzo de
pared frente a la entrada, y sirviendo de retablo al templete expositor que
guarda el Santo Cáliz, se alza un notabilísimo frontispicio gótico de piedra
alabastrina, procedente de la fachada posterior del antiguo Coro de la
Catedral, con bellísimos calados doseletes y pináculos, hornacinas con doce
relieves italianos de Poggibonsi, de factura maravillosa, representando escenas
del Antiguo y Nuevo Testamento, y un vano central de arcos esculturados que hoy
sirven de marco a la preciosa reliquia del Santo Cáliz.
Sobre los muros de
piedra se apoyan dos grandes bancos corridos, también de la misma materia; en
el paramento de la derecha aparece un bello púlpito gótico igualmente labrado
en piedra, al que se accede por una puertecilla de arco apuntado; otra puerta,
enfrente, decorada con un relieve representando la Anunciación de la Virgen, da
paso a otras dependencias.
Durante el
transcurso de los tiempos han venido a incorporarse, como contribución a la
ornamentación del sobrio recinto, curiosos recuerdos históricos, como lo son en
gran manera la cadena que cerraba el puerto de Marsella, partida en dos trozos
desiguales de 50 y 70 eslabones, y el instrumento que ayudó a romperla, cuando
Alfonso V el Magnánimo, con la armada de Aragón, logró apoderarse de la ciudad
y traerse con estas preseas el cuerpo de San Luis, Obispo de Tolosa, todo lo
cual vino a dejar a la Catedral de Valencia. Igualmente aparecen fijados en los
muros, entrando a la izquierda, un cartón de Vicente López, “El Triunfo de la
Eucaristía y Expulsión de los moriscos”; a la derecha junto al púlpito, un gran
fresco, imitación de tapiz y hoy trasladado a lienzo, “La Adoración de los
Magos”, de Nicolas Florentino (1496), y frente al retablo, lo que parece ser
parte central de un gran retablo, del siglo XV, dedicado a San Cristóbal.
En el vano donde
se halla situado el trono desde el cual se ofrece a la veneración el Santo
Cáliz de la Cena, vemos tres arcos escalonados, bajo los cuales, y adosado al
fondo del muro, aparece un templete gótico de piedra alabastrina, en imitación
bien lograda al estilo del retablo, en cuyo interior, recubierto cual un
Sagrario, de lámina de metal dorado, se halla la preciada joya: el Santo Grial
de las leyendas medievales; el Santo Cáliz de la Cena, del mundo cristiano.
En los últimos
años ha sido objeto esta Capilla de dos importantes restauraciones: Fue
solemnizada la realización de la primera, que abarcó distintas obras de
repristinación de la Catedral, el día 23 de mayo de 1943, con un solemne
Pontifical, oficiciado por el entonces Arzobispo de Valencia, don Prudencio
Melo y Alcalde, y en el que predicó el Obispo Administrador Apostólico de
Vitoria, Doctor don Javier Lauzurica. Después del canto del Te Deum, tuvo lugar
la procesión con la Sagrada Reliquia, que fue trasladada a la plaza de la Virgen,
donde se la depositó sobre un altar de flor natural y el Alcalde de la ciudad,
son Joaquín Manglano, entonces Barón de Cárcer, hizo ofrenda. Como resultado de
estas obras se despejó el Aula Capitular de sepulcros, urnas cinerarias y
frescos que le restaban la pureza de su traza original, trasladándose el
pasillo que da acceso desde la nave central catedralicia y a otras
dependencias; se llevaron a su primitivo emplazamiento los relieves del
trascoro; se descubrieron los tres arcos que, escalonados a distintas alturas,
cubrían el espacio rectangular que debió ser en tiempos el sitio del altar, y
en cuyo centro vino a disponerse el ostentorio para la Sagrada Reliquia;
colocose frente a él la mesa del altar, formada por maciza losa de piedra, de
treinta centímetros de grosor, labrada al efecto, apoyada sobre los cinco
pilares góticos que aparecieron en el Altar Mayor al desmontar, durante una de
las reformas, la obra del siglo XVIII y, en fin, procurose devolver en lo
posible al conjunto de la Capilla su primitiva ordenación.
La última
restauración, cuyo final fue solemnizado el 26 de enero de 1979, con una
celebración eucarística en la misma Capilla, presidida por el señor Arzobispo,
doctor don Miguel Roca, y realizada por iniciativa y a expensas de la Diputación
Provincial de Valencia, la que haciéndose eco de la sospecha que inquietaba al
Cabildo catedralicio de la posibilidad de la existencia de una belleza oculta
bajo la suciedad que el humo y el tiempo habían ido acumulando sobre bóvedas y
muros, pero de la que no se tenía noticia alguna, vino a hacer suya tal
inquietud y a tomar conciencia del extraordinario interés que supondría el
desvelar y devolver a Valencia el esplendor de su rica tradición cultural. Un
excepcional equipo de artesanos y artistas y una competente dirección técnica,
volcándose en el empeño, obtuvieron la recompensa de los más halagüeños
resultados, y es así como hoy la excelsa reliquia del Santo Cáliz de la Cena
del Señor, puede ofrecerse a la pública veneración de los fieles, en el marco
espléndido, mezcla de sobriedad y riqueza, que le corresponde.
ESTRUCTURA DEL
SAGRADO VASO
El Santo Cáliz
de la Cena, obra notable tanto desde el punto de vista religioso como
arqueológico, está formado por tres partes distintas entre sí y correspondientes
a otras tantas épocas.
La copa
superior, de piedra ágata cornalina oriental, semiesférica; de 9'5 cm. de
diámetro medio en la boca, 5'5 cm. de profundidad por el interior y 7 cm. de
altura desde la base al borde; toda ella lisa, al interior y al exterior, sin
ningún adorno, excepción hecha de una simple línea incisa, de corte redondeado,
muy regular, que corre paralela al borde y a escasa distancia de él. En la
actualidad se observa una pequeña rotura, aproximadamente hacia la mitad, que
la divide en dos partes, apareciendo junto al borde de cada una de ellas,
sendas roturas producidas en la misma ocasión y notándose la falta de una
minúscula porción periférica entre la línea de adorno y el perfil exterior, que
seguramente corresponde al lugar en que la copa recibiera el golpe. Ello
ocurrió el 3 de abril de 1744, día de Viernes Santo, en ocasión que se
acostumbraba a utilizar el Santo Cáliz en los Oficios de Jueves y Viernes Santo
para colocar en su interior la Sagrada Forma que se reserva en el Monumento. El
Arcediano Mayor y canónigo de la Catedral don Vicente Frígola Brizuela que, con
asistencia del Arzobispo Mayoral, actuaba de Preste en los oficios, al ir a
sacar la Sagrada Forma del Santo Cáliz, desprendióse la copa, resbalando ésta y
cayendo, quebrándose en la forma descrita. Recogidos inmediatamente y con todo
cuidado los fragmentos, fueron colocados en el cofrecillo del Monumento y
depositados luego en la Capilla de las Reliquias. Avisado el maestro platero
Luis Vicent, acudió éste en la tarde de aquel mismo día con sus hijos, Luis y
Juan, procediéndose a la recomposición de la Sagrada Copa, en presencia de
varios Canónigos y del notario Juan Claver, levantándose la correspondiente
acta de todo ello.
El pie, que está
formado por un vaso ovalado e invertido, del mismo color y parecido material
que la copa, aunque muy distinto e inferior a ésta, tanto en la calidad del
trabajo como en el de la piedra. Los ejes de la base miden 14'5 cm. el eje
mayor y 9'7 cm. el eje central menor, y un pie casi rectangular con los lados
cortos redondeados, rehundidos en el interior, con 4 y 3 cm. de eje mayor y
menor respectivamente, y una altura de 5 mm. Todo él lleva una guarnición de
oro puro, sobre el cual van montadas 27 perlas, dos rubíes y dos esmeraldas de
gran valor. En una de las vertientes mayores del pie, y en su lado izquierdo,
aparece esgrafiada una inscripción árabe en caracteres cúficos, estudiada y
traducida por el profesor Antonio Beltrán, que percibió por primera vez dicha
inscripción.
Y, finalmente,
la vara con su nudo, de 7 cm. el total de largo, que sirve como elemento de
unión entre la copa y el pie, con añadidura de las asas y de una guarnición de
oro purísimo, finamente burilado, que soporta el engaste en el pie de perlas y
piedras.
Un meticuloso
estudio, realizado hacia el año 1960 sobre esta histórica y excepcional
reliquia por el mencionado profesor Beltrán, Catedrático de Arqueología de la
Universidad de Zaragoza, y posteriormente publicado («El Santo Cáliz de la
Catedral de Valencia», Valencia, 1960), llega, en resumen, a las siguientes
conclusiones:
Con respecto a
su estructura:
- Que del examen
objetivo del Cáliz resulta estar compuesto de tres partes, de las cuales dos
gozaron de autonomía y en un momento determinado fueron unidas entre sí por la
tercera. Es decir, los dos vasos unidos por el nudo. La única parte que sigue
cumpliendo su primitivo papel es la copa, mientras que el actual pie fue un día
pieza estimadísima, como lo demuestra el filete de oro que lo bordea. La orfebrería,
aparte del valor funcional de servir de unión de copa y pie, sirvió para
alhajar la sencilla copa y como muestra del aprecio en que se le tenía.
Con respecto a
su autenticidad histórica, que nada prueba la Arqueología en contra, sino que,
por el contrario, la apoya y confirma, puesto que conduce a las siguientes
afirmaciones:
- Que la copa se
remonta a la época comprendida entre el siglo I antes de J.C. y el I de nuestra
Era, y que fue labrada en un taller oriental de Egipto, de Siria o de la propia
Palestina, por lo que bien «pudo estar en la mesa de la Santa Cena» y «pudo ser
el que Jesucristo utilizó para beber, para consagrar o para ambas cosas».
- Que el pie es
un vaso egipcio o califal del siglo X u XI, añadido a la copa hacia el siglo
XIV, como estimación de su excepcional importancia.
- Que las perlas
y piedras preciosas que lo ornamentan son posteriores y pudieron ser
sobrepuestas cuando el Santo Cáliz era venerado en San Juan de la Peña.
Ante estas
afirmaciones irrebatibles siempre quedaría en pie -como dice el profesor
Beltrán-, ante cualquier hipótesis en contra de la autenticidad histórica de la
Reliquia, la firme posibilidad arqueológica de que el Santo Cáliz que se venera
en la Catedral de Valencia fuese el que el Señor utilizara en la Última Cena.
Tras estas
conclusiones, adquieren validez y ahondan su profundidad las palabras que el
entonces Arzobispo de Valencia, don Marcelino Olaechea, escribiera en el
prólogo a la ya citada obra del profesor Beltrán:
«Si crees en una
piadosa tradición jamás desmentida, tradición que recogen hasta nuestros días,
casi seis siglos de historia, te sentirás robustecido en tu creencia.
Toma y lee.
Si no crees,
toma también y lee.
Pues, a fuer de
hombre honrado, dejarás de sonreírte de quienes creen».
El aspecto que
hoy ofrece el Santo Cáliz es el mismo que presentaba en San Juan de la Peña, en
1399, sin más modificaciones posteriores que la restauración de 1744 en ocasión
de la rotura sufrida, y la sustitución, se ignora cuándo, de alguna de las
perlas, y de una piedra en 1959.
LO QUE NOS DICE
LA TRADICIÓN
«Hay problemas
que, para resolverlos -escribe Leo Talamonti, en Universo Prohibido- es oportuno hacer converger la voz de los
poetas con la de los estudiosos, y utilizar posiblemente también las aportaciones
de aquella gran maestra de la vida que es la tradición en sus líneas más
genuinas».
Y los doctores
eclesiásticos enseñan que el culto público dado durante siglos a una reliquia
antigua, hace presumir la prueba de su verdad, lo que vale tanto como los mejores
documentos históricos.
Ahora bien, una
tradición constante e ininterrumpida, confirmada desde los primeros tiempos por
un documento de primera magnitud, El canon de la Santa Misa, y conservada en
Roma con la positiva aprobación de los primeros Papas por espacio de dos
siglos, afirma y sostiene la autenticidad de tan estimable joya. A partir de
Sixto II y el martirio de San Lorenzo, va haciéndose esta afirmación más segura
y solemnemente autorizada, sobre todo en el Reino de Aragón y, especialmente, en
los obispados de Huesca y Jaca, hasta adentrarse de modo definitivo en el plano
de lo histórico, con documentación ya plena y formalmente garantizada.
Existen, además
otras razones en apoyo de la fuerza probativa que constituye el culto
tradicional al Santo Cáliz, como puede ser la consideración de que sería
temerario sospechar ni siquiera que se hubiera podido perder tan preciada
reliquia, ya que ello acusaría descuido inexplicable en el “Padre de Familia”
de que nos habla el Evangelio, al cual pertenecía, y en cuya morada se celebró
la Última Cena; así como en los Apóstoles, cuando vemos conservaron tantas
otras de Nuestro Señor, incluso no más importantes, como el Santo Pesebre que
se guarda en Santa María la Mayor; la Mesa de Última Cena que se venera en San
Juan de Letrán; la fuente o “catino” del cordero pascual, en Génova; la Sábana
Santa que envolvió su cuerpo y que se conserva en Turín; la Corona de Espinas,
la Sagrada Lanza, los Clavos de la Pasión y el mismo Sepulcro.
Pero veamos qué
es lo que nos refiere la tradición:
Ella nos dice
que la preciosa Copa debió pertenecer a persona de alta alcurnia, ya que su
riqueza y finura denota una categoría artística y material superior a la de los
toscos vasos de vidrio, madera o barro usados entonces por la gente ordinaria.
Es de suponer, pues, perteneciera al dueño del Cenáculo que, como sabemos por
los Evangelistas, era hombre acomodado, pues que poseía una suntuosa vivienda y
sirvientes, el cual debió ofrecer al Maestro el mejor de sus vasos, con los demás
utensilios necesarios para la cena legal que precedió a la primera consagración
eucarística.
Tras la muerte
del Señor, es lógico pensar quedara la Sagrada Copa bajo la custodia de la
Santísima Virgen, y que San Juan, el discípulo amado y custodio de María, lo
usara para celebrar el Santo Sacrificio de la Misa ante la Señora.
Siuri, Obispo de
Córdoba, y Sales, que lo cita, entre otros historiadores, opinan que a la
muerte de la Santísima Virgen y separados los Discípulos para anunciar la Buena
Nueva a todas las naciones, debió hacerse cargo de tan insigne reliquia San
Pedro, elegido por Jesús como cabeza visible de la Iglesia. Éste lo llevaría
consigo a Roma, donde, después de usarlo él para celebrar el Santo Sacrificio,
continuaría vinculada su posesión en los veintitrés Papas, sucesores de Pedro,
que ininterrumpidamente siguieron consagrando y bebiendo en el Cáliz del
Redentor su Divina Sangre, y que incluso dieran en ocasiones la suya propia, en
testimonio de su fe y en defensa del Evangelio.
Precisamente,
las palabras que preceden inmediatamente a la Consagración del Sanguis,
repetidas desde hace siglos en todo el mundo por infinidad de sacerdotes y
escuchadas o leídas por multitud de fieles: «Accipiens HUNC PRAECLARUM CALICEM
in sanctas ac veneraviles manus suas...», esto es, «Tomando ESTE PRECLARO CÁLIZ
en sus santas y venerables manos ...», parecen ser una clara alusión al Cáliz
de la cena que tendrían presente los Pontífices al consagrar, y que luego
pasaron a ser el canon de la Misa.
Tras dos siglos de
permanencia en Roma, advino una época de gran violencia, que aun superara otras
anteriores, promovida por la persecución de Valeriano y Galieno. El imperio
romano se ahogaba en su impotencia económica, y las riquezas de los cristianos,
que según sus perseguidores imaginaban debían ser fabulosas, podían constituir
un buen remedio. El edicto apareció en el año 257 y se reiteró en el 258. Los
secuaces de Valeriano se dedicaron al pillaje de las limosnas cristianas,
llegando en su afán de lucro a allanar hasta las Catacumbas, protegidas por la
legislación romana. Encarcelado y condenado a muerte el Papa Sixto II por
negarse a entregar al Emperador los objetos de valor que le quedaban a la
Iglesia, todavía halló medio, antes de su martirio, de ordenarle a su fiel
diácono y tesorero Lorenzo que distribuyera estos bienes inmediatamente entre
los pobres, lo que así hizo el fiel diácono, a excepción del Santo Cáliz, que
en un fervoroso y sin duda inspirado deseo de salvar a toda costa del peligro
que corría en Roma, enviaba, dos días antes de su propio martirio, a Huesca, su
ciudad natal, acompañado de una carta de remisión en la que ordenaba fuera
entregado a sus padres, Orencio y Paciencia, que a la sazón vivían en su casa y
posesión de Loret, hoy iglesia de Loreto, a extramuros de Huesca.
Un momento de
esta piadosa tradición del traslado del Santo Cáliz, de Roma a Huesca, viene a
ser corroborado y plasmado en uno de los frescos que se conservan en la
Basílica de San Lorenzo, en las afueras de Roma, donde aparece el glorioso
Diácono entregando un cáliz con asas a un soldado, que aparece arrodillado y
que parece recibirlo con adoración, acompañado de otro soldado armado como
testigo del acto o como defensor de la alhaja. Este fresco desapareció en el
bombardeo de Roma por los aliados, en la última guerra mundial.
Recibido en
Huesca el Sagrado Cáliz, con la carta que le acompañaba y que desgraciadamente
desapareciera en el transcurso de los tiempos, afirmose entre los cristianos
oscenses la veneración que merecía tan insigne reliquia, en proporciones
verdaderamente profundas, si bien teniendo que salvar épocas de persecución y
peligros que imponían la ocultación y el secreto. Recordemos, por ejemplo, las
terribles y constantes persecuciones decretadas por los Emperadores romanos,
principalmente las de Diocleciano y Maximiliano; las espantosas luchas y
apostasías motivadas por la irrupción de los bárbaros del Norte, que sujetaron
esta comarca al dominio de los visigodos desde principios del siglo V hasta la
invasión de los árabes en el VII, y el gran peligro que supuso el expolio de
Childeberto, aquel Rey de París que se llevara sesenta cálices artísticos de
oro de las iglesias de España. Afortunadamente, o no pasó por Huesca el regio
“cleptomano” coleccionador de cálices ricos o quiso la Providencia que no
llegara a tener noticias del nuestro.
Poco más de 200
años había permanecido en Roma y 450 en Huesca, cuando en el año 711 tenía
lugar la invasión árabe de España. Un año después, el Obispo de Huesca,
Acisclo, ante el arrollador avance de los invasores, abandona con su clero la
ciudad de Huesca, siguiendo a los nobles, guerreros y pueblos que no querían
caer bajo el yugo musulmán, llevando consigo cuanto de más precioso encerraban
sus iglesias y, sobre todo, el Sagrado Cáliz de la Cena del Señor, continuando
su repliegue poco a poco, en sucesivas etapas, por los más ocultos caminos de
las montañas del Norte, hasta llegar secretamente a San Juan de la Peña,
cenobio rodeado de misterioso culto e inspirador de leyendas, que iba a ser
guardador durante cuatrocientos años de la estimada Reliquia.
El origen de
este Monasterio se confunde con el del pueblo aragonés. Se halla situado a 16
km. de la frontera francesa, a 30 de Jaca y a 27 de Huesca, en un escondido
rincón en que el ánimo se sobrecoge ante la monumentalidad de la naturaleza y
el espíritu se maravilla frente a la contemplación de aquella creación
arquitectónica del siglo XI, exponente insuperable del estilo románico en
armónica conjunción con primorosas muestras del mozárabe, del bizantino y del
gótico.
La tradición nos
lo presenta así. Era hacia finales del siglo VIII, cuando parece ser que un
ilustre doncel cristiano de Cesaraugusta, llamado Voto, persiguiendo en
vertiginosa carrera a un ciervo, llegó al borde mismo de la inmensa peña que en
la cima del monte Pano vemos hoy constituye la bóveda del Monasterio antiguo.
Ante el peligro, invocó a San Juan Bautista, y el milagro se hizo. El caballo
quedose rígido en el último instante al borde mismo del precipicio. Se había
salvado.
Al espanto
siguió la curiosidad. Abriose paso entre la espesa maleza, descenció al fondo y
allí se encontró, bajo una gruta profunda, una pequeña ermita dedicada al
Bautista, y también los restos incorruptos de un venerable anciano ermitaño, Juan
de Atarés, reclinada su cabeza sobre una piedra en la que una inscripción
mencionaba su nombre. Tras dar sepultura al ermitaño regresó Voto a la ciudad,
vendió sus bienes y regresó acompañado de su hermano Félix para recluirse entre
aquellas agrestes soledades. Hasta aquí lo que nos dice la piadosa tradición.
Luego la historia nos dirá que San Juan de la Peña era monasterio benedictino
que fundara el rey Sancho Gercés sobre una ermita que en el mismo lugar
edificara un ermitaño llamado Juan de Atarés.
Si alguna vez
llegáis a visitarlo, podréis ver todavía en él: la llamada sala del “Concilio”,
estancia lóbrega e irregular, con bóvedas de medio cañón y grandes arcos de
medio punto, que, con la iglesia baja y cripta abacial, conforman las partes
más antiguas y venerables del cenobio, todo él de roca viva y con aspilleras
como ventanas, más dignas de un castillo que de un santuario, pero que
proclaman lo belicoso de aquellos siglos. También, ya en la planta principal,
la iglesia alta, hermoso y puro ejemplar del románico aragonés del siglo XI y
donde estuvo expuesto el Santo Cáliz a la veneración de los fieles; el Panteón
Real, en el que reposan los restos de casi todos los Reyes de la dinastía
pirenaica; el llamado Panteón de Nobles aragoneses, ejemplar famoso y único de
la arquitectura románica donde reposan los ricos-hombres junto a los rudos y
sencillos guerreros de la época heroica; el Claustro, de impresionante
majestad, belleza y originalidad artística, con cuatro hermosas galerías, arcos
de los tipos más variados y preciosos capiteles esculpidos primorosamente con
relieves del Antiguo y Nuevo Testamento, y las capillas de San Victorián y de
San Voto y San Félix, con acceso al claustro. Por cierto, que en la primera de
ellas, del estilo gótico más depurado, edificada a principios del siglo XV con
la finalidad de servir de decoroso enterramiento de los abades, por el
valenciano Juan Marqués, promovido a la mitrada dignidad por el Papa Luna, se
muestra esculpido un curioso detalle que merece ser recordado; es la aparición
en el gablete del frontispicio de la capilla, formado por cinco archivoltas
ricamente festoneadas con piñas, hojas, florones, bellotas, caracoles y otros
motivos más, delicadamente combinados, del escudo de Valencia, rudamente
tallado, que nos muestra el rombo con las barras de Aragón, con un casco, la
corona real y lo Rat-Penat sobre él; todo ello petrificado e inmutable, tal vez
como huella y testimonio de la presencia del abad velenciano y del recuerdo
entrañable de su tierra natal.
Éste es el lugar
recóndito, maravilloso y seguro por su fragosidad y alejamiento de los
territorios todavía en lucha con los árabes, donde durante más de dos siglos y
medio continuó la Sagrada Reliquia, ahora ya bajo la custodia de los monjes
cluniacenses y el singular afecto y protección de los reyes de Aragón, todo
ello realzado por las virtudes de los Santos y la fama de los héroes, cuyos
venerables restos vendrán a reposar en los panteones del monasterio, como
perenne guardia de honor del Sagrado Vaso.
Y va a ser
durante este tiempo, de epopeya y grandeza, de fe y heroísmo, cuando van a
tener su pleno desarrollo las peregrinaciones y cruzadas que llevarán con ellas
la noticia, aureolada con la fantasía y el romance, de la presencia del Santo
Cáliz entre abruptas montañas; narraciones que darán origen a bellas y
numerosas leyendas sobre el Santo Grial y sus héroes, que juglares y trobadores
repetirán y extenderán a su paso, y que un día, el gran genio musical
incomparable del siglo XIX, Ricardo Wagner, transformará en el más
extraordinario drama lírico de todos los tiempos.
LO QUE REFIEREN
LAS LEYENDAS
El hecho
afirmado por la tradición, que sitúa la permanencia del Santo Cáliz
sigilosamente oculto y venerado en San Juan de la Peña durante la Reconquista, en
conjunción con materiales extraídos del Evangelio apócrifo de Nicodemo y de la
historia de José de Arimatea, constituye probablemente la base de una serie de
leyendas que durante la Edad Media se propagan por Europa. Tales leyendas, muy
extendidas y de gran interés como prueba que refuerza la voz de la tradición,
puesto que en ella se inspiran, hablan de una Copa maravillosa que, escondida
entre abruptas montañas, era venerada y defendida por los Caballeros del Santo
Grial o Graal, términos usados en tales leyendas, y que en el sentido de vaso,
escudilla o copa la vemos usada normalmente en las lenguas romances de la
península hispana, como se lee en Cervantes, en el Arcipreste de Hita y en el
Amadís de Gaula, por ejemplo, pero que en las demás lenguas europeas sólo se
utiliza para referirse al Santo Cáliz de la Cena, destacando la palabra con el
apelativo Santo = Santo Grial.
Son varias las
versiones que se extienden en torno al Santo Grial, principalmente francesas y
alemanas. Las más antiguas arrancan del siglo XII y, en general, suelen
presentarse adulteradas por elementos extraños y deformadas a causa de su
enlace con las concepciones de Lanzarote y Parsifal, pero coincidentes siempre
en un tema común: el de presentarnos las andanzas de caballeros y aventureros
que, viniendo atraídos por su afán guerrero u luchador, se transforman en
protagonistas de hechos portentosos que realizan movidos por las ansias de
buscar el Vaso Sagrado.
El ciclo
comprende la obra de Cristián de Troyes, del siglo XII (Perceval ou la conte du Graal), y otros autores; la de Robert de
Boron, del siglo XIII (Roman de l'Estoire
dou Graal o Joseph d'Arimathie), sus derivaciones, entre las que destacan Lancelot y su continuación Queste del Saint Graal; y la versión del
alemán, también del siglo XIII, Wolfram von Eschenbach, revalorada por el
romanticismo, en la que en época contemporánea viniera a inspirarse el genio
extraordinario de Ricardo Wagner para componer su inmortal ópera Parsifal. En este gran drama musical,
estrenado en Bayreuth el 26 de julio de 1882, y considerando como culminación
de la obra musical wagneriana, vemos desarrollarse, sobre un texto del mismo
Wagner basado en la leyenda del Graal y cuya acción sitúa en un lugar
imaginario de los Pirineos, las incidencias que ha de superar el caballero
Parcival o Parsifal, hasta llegar a encontrar el Graal y ser coronado rey de
sus caballeros.
Ahora bien, para
ponderar debidamente el valor histórico que también, dentro de ciertos límites,
y como “versión libre” inspirada en las tradiciones, tienen las leyendas, tal
vez merezca la pena recordar aquellas palabras que escribiera el emperador
Juliano: «Lo que en los mitos se presenta como inverosímil es precisamente
aquello que nos abre el camino de la verdad. Efectivamente, cuanto más
paradójico y extraordinario es un enigma, tanto más parece advertirnos para no
confiar en la palabra desnuda, sino a padecer en torno a la verdad oculta»
(Emp. Juliano, Confr. Eracl., 217/C.)
O los intentos
en que actúa la llamada tendencia “evemerística”, cuando al intentar
interpretar los motivos del Grial en función de figuras y situaciones
históricas nos dice que: «Las figuras del mito y la leyenda son únicamente
sublimaciones abstractas de figuras históricas, que han acabado por ocupar el
lugar de éstas y equivaliendo por sí mismas en el plano mitológico y
fantástico» (Julio Évola, El misterio del
Grial).
Por otra parte,
señalaremos cómo los Bolando o Bolandistas, agrupación de escritores
eclesiásticos nacida en Bélgica y que en el siglo XVII acometiera la gigantesca
tarea, todavía inacabada, de pasar por el más riguroso tamiz de la
investigación científica todos los caudales de historia, tradición y leyenda
referentes a los Santos y al Cristianismo en general y para los que pocos
aspectos o tradiciones quedaron fuera de su formidable y meticulosa labor
investigadora, en ocasión del estudio de todo lo relativo a San Lorenzo,
hubieron de afrontar el tema del Santo Cáliz, y éste fue su juicioso y prudente
dictamen: «Porque, no obstante dichas dificultades, pudo ser que el Santo
levita enviase en realidad el Cáliz a España, de donde parece ser oriundo, por
otra parte no se exhiben documentos ciertos que convenzan de la falsedad del
hecho, por lo tanto dejamos la tradición en el estado en que se halla».
Digamos, por
último, cómo es también curioso observar, con J. Marx (Légende arthurienne), que «nunca la Iglesia hizo suya la leyenda
del Grial. Parece como si en ella hubiera notado algo de anterior, de
originario, de misterioso».
Y así seguirán
siendo las leyendas del Santo Grial: un “mysterium tremendum” que sólo la fe
nos pueda tal vez ayudar a desvelar.
LO QUE AFIRMA LA
HISTORIA
Existe una
referencia del canónigo de Zaragoza don Juan Agustín Carreras Ramírez, quien en
su Vida de San Lorenzo T.I.P. 101,
afirma la existencia de un supuesto “Auto” de 14 de diciembre de 1134, según el
cual se decía en latín que «en un arca de marfil está el Cáliz en que Cristo
Nuestro Señor consagró su Sangre, el cual envió San Lorenzo a su Patria,
Huesca». Éste sería ciertamente el primer documento con valor histórico; pero
pierde esta validez al no haber podido ser hallado.
De aquí que sea
en 26 de septiembre de 1399 el momento en que se inicia de modo indiscutible la
plena historia documentada del Santo Cáliz, cuando el rey Martín el Humano, el
mismo que motivará el Compromiso de Caspe al morir sin sucesión, al enterarse,
poco después de coronado, de que en el monasterio de San Juan de la Peña se
conservaba el Santo Cáliz del Señor, llevado de su gran piedad y devoción a las
reliquias, entró en deseos de poseer tan preciada joya. Hecha la petición a los
monjes del Monasterio, resolvieron éstos por unanimidad satisfacer el piadoso
deseo del rey. Así lo hicieron, con otorgamiento de la correspondiente
escritura pública que lleva la fecha arriba indicada, recibiendo por su parte,
del agradecido monarca, el espléndido regalo de otro valioso cáliz, éste de
oro, que por cierto desapareció, fundido, en el incendio que el 17 de noviembre
de 1494 sufriera San Juan de la Peña.
El Santo Cáliz
pasó entonces a ser venerado en la Capilla del Real Palacio de la Aljafería, en
Zaragoza, como joya integrante de los tesoros y reliquias de la capilla real
propiedad de los monarcas de la Corona de Aragón, hasta que veintitrés años
después, al decidir el rey don Martín trasladar su residencia a Barcelona, en
donde murió, llevó consigo las reliquias de que era poseedor y con ellas el
Santo Cáliz, como se desprende de la lectura del Inventario de bienes que a
poco de la muerte del rey se hiciera, en septiembre de 1410.
Le sucede en el
Reino, como resultado de su mayor derecho reconocido en el Compromiso de Caspe,
su sobrino, don Fernando de Antequera, a quien le sigue su hijo Alfonso V el
Magnánimo. Muy amante éste de Valencia, realizó en ella espléndidas obras de
reconstrucción, como las llevadas a cabo en la Casa de la Ciudad; erigió en el
convento de Santo Domingo la primorosa Capilla de los Reyes; reformó y
embelleció notablemente los salones y jardines del Palacio Real -situado
entonces donde hoy se alzan las llamadas montañitas de Elío, restos de aquél,
en los jardines llamados por su origen del Real (o Viveros Municipales)-, al
que hizo trasladar también magníficas obras de arte, trofeos obtenidos en sus
campañas victoriosas, como las cadenas del puerto de Marsella, que rompiera en
audaz aventura marinera, y gran número de reliquias, entre las que figuraba en
lugar destacado el Santo Cáliz de la Cena del Señor.
Más adelante,
por razón de sus ausencias, y con el propósito de garantizar una mayor
seguridad, depositó el cuerpo de San Luis, obispo de Tolosa, juntamente con
otras reliquias y alhajas, en la catedral valenciana. Poco después, ante una
nueva ausencia motivada por nuevas campañas, hizo hacer depósito de las
restantes reliquias que le quedaban, delegando su custodia y conservación en
mosén Antonio Sanz, canónigo y pavorde de la Catedral de Valencia y capellán
mayor de la capilla del real palacio.
Y así llegamos
al 18 de marzo de 1437, en que a la muerte del mencionado mosén Antonio Sanz,
el “muy alto Señor don Juan, rey de Navarra, Gobernador a la sazón de Valencia
y lugarteniente de su hermano Alfonso”, ordena, en nombre del Rey Magnánimo,
que se hiciera donación definitiva de joyas y reliquias al Cabildo catedralicio
de Valencia, lo que así se hizo, mediante la redacción del correspondiente
documento público que formalizaba la entrega de la donación e inventariaba el
contenido de la misma, firmado del Pedro de Anglesola, por parte del rey, y don
Jaime de Monfort, por parte del honorable Cabildo, ambos notarios públicos.
En dicho
documento, entre la relación de las diversas joyas y reliquias donadas, se lee:
«lo calcer hon Jesucrist consagrá lo dijous de la cena, fet ab dues anses dor
ab lo peu de la color que lo dit calcer es guarnit al entorn dor ab dos balays
e dos maragdes en lo peu e ad vinthuyt perles convinent de gruig de un pesol
entorn del dit calcer» (Notal de Jaime Monfort, vol. 3.532).
A partir de esta
fecha continúa el Santo Cáliz ininterrumpidamente en la Catedral de Valencia
hasta el mes de marzo de 1809, en que, con motivo de la invasión francesa y
consiguiente iniciación de la Guerra de la Independencia, inicia un movido
peregrinaje que le permite quedar a salvo de la rapacidad y los desmanes de las
tropas napoleónicas.
Tuvo lugar la
primera salida el 18 de marzo de 1809; el Santo Cáliz es trasladado a Alicante,
desde donde regresará a Valencia a finales de enero de 1810.
En Marzo del
mismo año es llevado a Ibiza, igualmente por motivos de seguridad.
En febrero de
1812 pasa de Ibiza a Palma de Mallorca.
Y en septiembre
de 1813 regresa desde Plama de Mallorca a la Catedral de Valencia y se redacta
el último inventario de este periplo, en el que, con el número 29, se lee: «La
caxa de plata que contiene el Santo Cáliz de la Cena».
A partir de esta
fecha continúa siendo venerado ininterrumpidamente, primero en la Capilla de
las Reliquias (ábside de la Sala Capitular), y a partir de 1916 en el Aula
Capitular Antigua (actual Capilla del Santo Cáliz).
Parsifal |
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