jueves, 4 de septiembre de 2014

El Santo Cáliz de la Cena (IV). Manuel Sánchez Navarrete




EL SANTO CÁLIZ DE LA CENA
SANTO GRIAL VENERADO EN LA CATEDRAL DE VALENCIA (IV)

Manuel Sánchez Navarrete

Valencia 1994



Supuestos Cálices de la Santa Cena
Como escribe Ana Isabel Lapeña Paúl (San Juan de la Peña. Guía histórico-artística, p. 38), «En las creencias religiosas del hombre medieval se entremezclaban dosis de superstición a la par que una gran devoción. Por esta razón las reliquias y su culto tuvieron un papel fundamental y, como consecuencia, los monasterios se preocuparon en hacerse con un buen número de ellas, de tal forma que prestigiaran a ese centro religioso, porque, además, la posesión de éstas era una nueva fuente de ingresos. Peregrinos y gentes diversas se acercaban, incluso desde alejados lugares, solicitando peticiones de todo tipo y agradeciendo los favores recibidos con cuantiosas limosnas y donaciones piadosas».
Es tal vez por esto que, como sugiere Sanchis Sivera, la importancia que como elemento religioso alcanzara la literatura medieval informada por el Santo Grial, dio origen a que no pocos monasterios vinieran a atribuirse la distinción de ser los poseedores del preciado cáliz, hasta el punto de que al llegar el siglo XVI se elevase nada menos que a veinte el número de cálices que se disputaban el honor de pretender ser el auténtico que Jesucristo tuviera en sus manos en la Ultima Cena. Pero, poco a poco, en un largo proceso de autentificación y depuración histórica en el que a veces el olvido originado por la carencia de una base consistente ejerciera no poca influencia, fueron cayendo unos tras otros de sus pretensiones, hasta el punto de que en el siglo XVIII ya fuesen solamente ocho los cálices que intervinieran en la disputa: cuatro de ellos en Francia, a saber, el de Lyon, el de Reims, el de Albi y el de la Baja Auvernia; uno, en Flandes; otro, en Génova; el de Jerusalén —desaparecido— y el de Valencia.
Pero la crítica histórico-literaria sigue desbrozando el camino. El de Lyon —citado por Sales—, de esmeralda, resultó ser un regalo hecho por Carlomagno, sin que al donarlo diera noticia alguna sobre él; el de Reims, de plata, se presenta con inscripción grabada en su pie que acredita haber sido donado a aquella Catedral por su arzobispo San Remigio, en el año 545; del de Albi se carece de documentación ni tradición alguna que lo avale, y lo mismo puede decirse del de Brionda, en la Baja Auvernia; en cuanto al otro supuesto, de Flandes, tan sólo se trata de un infundio que fuera propalado por un anotador valenciano, pues que no hay autores de ninguna clase, ni documentación, ni siquiera supuesta tradición que aludan a él.
Sobre otro, el famoso cáliz de plata, llamado de Antioquía, encontrado en 1924 y hoy en el museo de Nueva York, bastará considerar que no sólo su antigüedad navega en una mar de ambigüedades —posiblemente proceda del siglo IV o V— sino que incluso ha llegado a ser propuesto por Wilpert como falsificación moderna, sin que en ningún caso haya llegado a afirmarse de él que fuera el cáliz de la Cena.
Y así llegamos al año 1883, en el que ya solamente perduran tres cálices en la palestra: el de Jerusalén, recordado por el venerable Beda, al que siguieron otros autores —y desaparecido probablemente a raíz de la entrada de los árabes en la ciudad, en tiempos del califa Omar—, consistente en un vaso de plata que habría visto en una pequeña capilla de Jerusalén, en el hueco de un pilar, el obispo francés Arculfo, hacia el año 720, según la narración que del viaje hizo el presbítero Admnano, y el que por su ancha boca y gran capacidad —de varios litros— pudo muy bien ser la crátera o jarro grecorromano que la noche de la Cena sirviera para ser preparado el vino amerado.
Notemos, sin embargo, que la autoridad de esta noticia queda bastante en entredicho, cuando el mismo venerable confiesa que nunca llegó a comprobar por sí mismo la noticia de cuanto de este cáliz escribe, sino que se fió de un monje, su guía, sin que éste adujera ni tradición ni documento que avalara sus afirmaciones.
En cuanto al Santo Catino, de Génova, se trata en realidad no de un cáliz sino de un plato, y tampoco de esmeralda, como suele decirse, sino de pasta vítrea y forma irregular, con seis puntas, que por su escaso fondo y gran perímetro —de 1’20 m— no pudo servir para contener el vino de la consagración, pero sí ser utilizado para ofrecer el cordero pascual.
Según la hermosa leyenda que le rodea, la reina de Sava, tan renombrada por su fausto y su belleza, al llegar a Tiro, camino de Jerusalén, adquirió entre otras riquezas este catino, que se hallaba en el templo de Hércules, y el cual entregó luego a Salomón, que por entonces se hallaba construyendo el magnífico templo al que diera nombre. Pasados los años y acaecida la destrucción del templo, salvóse el preciado plato, el cual fue a parar a un descendiente del Padre de familias en cuya casa celebró el Señor la cena, y en cuya mesa vino a figurar entre los mejores objetos que el dueño poseía y puso al servicio del divino Maestro, el hermoso catino que había heredado de sus mayores y el cáliz que se venera en la Catedral de Valencia. En 1103, tras el saqueo de Cesárea, fue arrebatado por los españoles a los árabes, que lo guardaron durante algún tiempo en Almería, hasta que, conquistada la ciudad por Alfonso VIII, en 1147, aliado con los aragoneses y genoveses, estos se dieron por satisfechos al quedarse con la posesión del preciado plato como botín y premio de su auxilio.
Esta leyenda, tomada de las crónicas españolas, es rechazada por los genoveses, quienes afirman por su parte que el famoso catino fue conquistado por los cruzados al mando de Guillermo Embriago, en Palestina, quien lo regaló a su Catedral.
Añadamos a lo anteriormente expuesto que, como escribe don Juan Angel Oñate (El Santo Grial. Su historia. Su culto. Sus destinos. 3ª edic. Valencia, 1990, p. 121), jamás llegaron los genoveses ni sus antepasados a llamar Santo Grial al Sacro Catino de Génova, ni tampoco a venerarlo como el Cáliz de la Cena del Señor. Y añade más: que al visitar en agosto de 1950 la Catedral de San Lorenzo, de Génova, al informarse personalmente sobre el Santo Catino, fue la repuesta que ellos, los genoveses, nunca habían llegado a afirmar que fuese el Cáliz de la Cena del Señor, sino algo, un plato quizá, que usó el Maestro en aquella ocasión, y que no tenían otro argumento que la tradición.
Tal es, en síntesis, la pequeña historia en cuanto se refiere a los cálices más destacados con pretensiones de haber sido empleados por el Señor en la Ultima Cena, ninguno de los cuales —y podría profundizarse mucho más en los datos y añadir algunos ejemplos más a la lista— reúne las mínimas condiciones que pudieran estimarse como prueba valorable de autenticidad.

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