REVISTA
DE LIBROS
23/11/2015
“El Grial de León, entre la Historia y
la fantasía”
Alejandro García Sanjuán
[Profesor de Historia Medieval en la Universidad de
Huelva]
Reseña del libro Los Reyes del Grial
Margarita Torres Sevilla y José Miguel Ortega del Río
(Madrid, Reino de Cordelia, 2014, 256 pp.)
El Santo Grial, la supuesta copa o cáliz utilizada
por Jesucristo en el episodio evangélico de la Última Cena, constituye uno de
los mitos cristianos más célebres, sólo comparable por su relevancia con la Sábana
Santa. En la actualidad hay varios objetos, repartidos por diversos lugares del
mundo, que pretenden, con mayor o menor afán, ostentar la condición de auténtico
cáliz de Jesucristo. Hasta el año 2014, en España había dos: el del Monasterio
de Santa María do Cebreiro (Lugo) y el de la Catedral de Valencia. A ellos
viene a sumarse, desde entonces, el identificado por dos investigadores académicos,
Margarita Torres y José Miguel Ortega.
El libro Los
Reyes del Grial se presenta no como un estudio en torno a este mito
cristiano, sino como algo, en apariencia, mucho más trascendente: nada menos
que como el trabajo «definitivo» (p. 15) en torno a la autenticidad del Grial.
Los autores basan esa afirmación en la pretensión de que el verdadero Cáliz de
Jesucristo es, en realidad, el que la tradición conoce como Cáliz de Doña
Urraca, custodiado en la basílica de San Isidoro de León, el edificio más
emblemático de la monarquía leonesa, que sirvió de panteón a sus reyes, y así
denominado por la infanta que lo donó a dicha institución, hija del rey
Fernando I.
El libro se estructura en dos grandes apartados. En
el primero llama la atención el hecho de que los autores traten aspectos y
cuestiones que forman parte de la tradición religiosa cristiana como si fueran
hechos históricos perfectamente acreditados. Su punto de partida consiste en la
denominada Última Cena y, a partir de ahí, hacen el recorrido por las distintas
informaciones que sitúan en la ciudad de Jerusalén el Cáliz utilizado por
Jesucristo en dicha ocasión. Es preciso indicar, como hacen los propios
autores, que durante los primeros cuatro siglos de historia del cristianismo no
existe ni un solo testimonio que mencione la existencia del supuesto cáliz del
que hablan los Evangelios en el contexto de la Última Cena.
Ese recorrido, y la primera parte del libro, se
cierra a partir de mediados del siglo XI cuando al-Mustansir billāh (1036-1094), octavo califa fatimí de El
Cairo, habría tomado la decisión de enviar el cáliz a `Alî Iqbâl al-Dawla, emir
de la taifa de Denia (Alicante), el cual, a su vez, buscando congraciarse con
el rey Fernando I (1037-1065), lo mandó a León, donde, de manera sorprendente,
habría permanecido en secreto durante siglos, sin que sus sucesores en el trono
leonés manifestasen jamás haber pretendido poseer tan preciada reliquia. En el último
capítulo de esta segunda parte, los autores analizan otros de los presuntos cálices
de Jesucristo, desde el conocido como Vaso de Nanteos hasta el Achachstale de
los emperadores austríacos, pasando por el Grial Hawstone. Se omite en esta
relación –hecho llamativo– el cáliz de Valencia.
El libro se cierra con un apartado de «Anexos» en
el que los autores presentan imágenes de algunos de los objetos relacionados
con el presunto Grial leonés, incluyendo el propio Cáliz de Doña Urraca, así
como la traducción de dos documentos árabes, hallados en Egipto, a los que los
autores atribuyen un carácter determinante a la hora de establecer la
autenticidad del Grial leonés.
La
confusión entre ficción y conocimiento
La obra reseñada contiene elementos más que
suficientes para justificar la afirmación de su notable desconexión respecto a
la práctica historiográfica académica. Tal vez el más estridente de ellos
radique en la pretensión de atribuir a su estudio la condición de aportación «definitiva»
sobre el verdadero y auténtico cáliz usado en la Última Cena por Jesucristo.
Como suele decirse, Torres y Ortega han sido, en este punto, más papistas que
el papa, pues la Iglesia católica no admite la autenticidad de ninguno de los cálices
que se la arrogan y, de hecho, tan solo reconoce al Santo Cáliz de la catedral
de Valencia la naturaleza de «reliquia histórica».
La inverosimilitud de la pretensión de los autores
se justifica, asimismo, en la condición académica de los mismos. En efecto, no
estamos ante una obra escrita por aficionados, sino por investigadores
profesionales y especializados. Por ello resulta necesario tomar conciencia del
significado de esta publicación, de las causas que explican su éxito y del propósito
que ha guiado a sus autores al realizarla.
No cabe duda del interés que alberga el
conocimiento de las creencias religiosas en cualquier sociedad del pasado. En
este sentido, es evidente que durante la Edad Media las reliquias adquirieron
una enorme relevancia social, política e ideológica. Conocer, por tanto, el
origen de esas reliquias, sus procedencias y las formas en que se convirtieron
en iconos objeto de particular veneración son problemas que interesan a los
historiadores. Cuestión distinta es pretender haber elaborado una obra
definitiva sobre una tradición religiosa respecto a cuyos orígenes no existe
ninguna clase de testimonio histórico.
Cualquier estudio académico sobre estos objetos
debe partir de la propia naturaleza de los mismos, es decir, de su condición de
reliquias, cuya autenticidad no corresponde dilucidar al historiador, pues no
es un asunto que se encuadre en el terreno del conocimiento, sino en el de la
fe. Desde la perspectiva historiográfica resulta irrelevante su autenticidad,
pues se trata de objetos a los que se atribuye un determinado valor simbólico o
sagrado, lo cual pertenece a la esfera de lo sobrenatural y queda fuera de los
márgenes del conocimiento histórico.
El problema de Los
reyes del Grial radica en que sus autores soslayan la función que
corresponde al historiador al analizar esta clase de objetos, de tal manera que
incurren en una lamentable confusión entre conocimiento histórico y fantasía
que, dada la formación de ambos autores, no puede atribuirse al descuido o la
ignorancia. El libro ha sido escrito desde su inicio desde una calculada ambigüedad
que resulta muy reveladora de sus propósitos. Pese a que el primer testimonio
histórico que menciona el Grial, el denominado Breviarius A, está datado, según los propios autores, hacia el año
400 (p. 73), Torres y Ortega hablan de la existencia del Grial como si se
tratase de un objeto cuya autenticidad fuese totalmente incuestionable y
estuviese perfectamente acreditada. Esta actitud se expresa con elocuencia en
el siguiente párrafo, incluido en la «Introducción» del libro, en la que los
autores enuncian sus objetivos (p. 18):
“A lo largo de estas páginas el lector conocerá la
tierra de Jesús, la religión de los judíos, cómo fue verdaderamente la Última
Cena, cuándo ocurrió, cómo esta reliquia sagrada nunca abandonó Jerusalén ni la
capilla donde se veneraba en la iglesia del santo Sepulcro hasta mediados del
siglo XI, siglo en el que partiría camino de la Península Ibérica”.
Que dos historiadores académicos, en pleno siglo
XXI, pretendan demostrar a sus lectores «cómo fue verdaderamente la Última Cena»
y «cuándo ocurrió» y que afirmen resueltamente que «esta reliquia sagrada nunca
abandonó Jerusalén» nos sitúa ante una realidad altamente desconcertante.
Si parece evidente que autentificar reliquias
religiosas no constituye una de las funciones de la historiografía académica y
profesional, en este caso hay motivos para ir, incluso, más allá. En efecto,
los argumentos aportados por los autores para justificar la idea de que la Copa
de Urraca custodiada en la Colegiata de San Isidoro es el objeto (o uno de los
objetos) que alguna vez fue venerado en Jerusalén como la Copa de Jesucristo
resultan muy dudosos.
El
casual y oportuno descubrimiento de los documentos árabes
La propuesta de los autores respecto a la
autenticidad del Grial leonés tiene como base empírica fundamental dos
documentos árabes sitos en Egipto que acreditarían la traslación de dicho
objeto desde Jerusalén hasta León. El primero es un texto anónimo que contiene
una narración atribuida al autor egipcio Abȗ-l-Hasan Alî ibn Yûsuf al-Qiftî
(568-646 h/1172-1248) [de las veintiséis obras que se atribuyen a este autor, sólo
se han preservado dos, ambas de contenido biográfico] en la cual se describe cómo
Alî Iqbâl al-Dawla, emir de la taifa de Denia, pidió al califa fatimí «la copa
del Mesías» para entregársela al rey de León, «Ferdinand al-Kabîr» («Fernando
el Grande») (pp. 102-103 y 195-198). El segundo documento contiene un texto,
del que no se indica autor, que afirma que el célebre Saladino, que gobernó
entre 1174 y 1193, curó a su hija con un trozo de la copa que había sido
previamente arrancado, antes de que, en el año 447 de la hégira (1055-1056), el
malvado califa fatimí al-Mustansir
la enviara al emir de Denia (pp. 111-112 y 199-200).
Varios elementos obligan a mostrar una actitud escéptica
ante estos pergaminos, sobre todo en relación con las circunstancias que rodean
su hallazgo y con la propia forma en que los autores los presentan y analizan
en el libro. En primer lugar, la aparición de los documentos resulta, como mínimo,
bastante confusa, tal y como revelan las distintas versiones que en torno a
este aspecto han planteado los interesados, tanto en el propio libro como en
otros medios. Veamos, en primer lugar, el relato de Margarita Torres en
declaraciones a la prensa (p. 15):
“Todo surge en el año 2010, cuando, con ocasión del
1.100º aniversario del Reino de León, la Junta de Castilla y León se interesa
en organizar una serie de eventos y también en potenciar unas investigaciones
relacionadas con temática leonesa. A mí se me encarga que coordine un estudio
con otras personas sobre las piezas islámicas que se conservan en San Isidoro.
No solamente están las que se ven en la exposición de la Colegiata, sino que en
el Museo Arqueológico Nacional de Madrid hay muchas otras piezas que también
son de San Isidoro. La colección es excepcional y la idea era cuadrar cada
pieza en su justo lugar y procedencia. Es decir, hacer una especie de
inventario.
Durante la realización del mismo hay un arca, el
del visir Sadaqa Ibn Yusuf, una pieza de extraordinario valor única en el
mundo, que es un objeto que podríamos denominar como regalo personalizado, es
decir, no sólo tiene procedencia islámica, y en su caso egipcia, sino que además
perteneció al entorno del primer ministro del califa egipcio Al-Mustansir. Es
como un regalo personalizado de presidente de Gobierno a presidente de
Gobierno. Y que este objeto estuviese en la Colegiata chocaba, porque era de
Egipto. Era lógico que en San Isidoro hubiese otros objetos de Córdoba, Toledo,
etcétera, pero de unos territorios tan alejados de la Península chocaba muchísimo.
No sólo eso, sino que además hay muchos más objetos de la órbita cultural fatimí
y todos ellos de un momento cronológico muy concreto. Esto disparó las alarmas
y había que buscar qué había ocurrido en esos años concretos para que al reino
de León hubiesen llegado ese tipo de objetos tan extraordinariamente valiosos.
Entonces nos pusimos en contacto con Egipto para
realizar una investigación rutinaria.
En ese momento teníamos unos pequeños fondos en el
proyecto y decidimos dedicarlos a enviar a un investigador que entrara en estas
instituciones. Durante su estancia de un mes, él no ve nada anormal, pero un día
nos llama y nos dice que había una serie de documentos que estaban dentro de
una caja que había consultado previamente, con poemas de Denia y otros textos
vinculados con la ciudad. Ahí aparecieron dos pergaminos que narran una
historia que fue lo que nos hizo cambiarlo todo”.
Hay un aspecto de este relato que resulta
extraordinario. En efecto, llama la atención que, una vez que los
investigadores pensaran que «había que buscar qué había ocurrido en esos años
concretos para que al reino de León hubiesen llegado ese tipo de objetos tan
extraordinariamente valiosos», decidiesen dirigirse a Egipto y que fuese
precisamente allí, el lugar al que habían decidido ir a buscar, donde
encontrasen esos excepcionales documentos. Resulta llamativo que una búsqueda
en la que, a priori, no se sabe exactamente lo que se busca, acabe resultando,
precisamente, en el espectacular hallazgo de los documentos que cierran el círculo.
A ello se añade el detalle de que los dos documentos se encuentren, en
apariencia, juntos. Tamaña casualidad equivale al hallazgo de la aguja en el
pajar, lo cual obliga a expresar ciertas dudas respecto a la posibilidad estadística
de su ocurrencia.
Las dudas que suscita este relato no hacen más que
aumentar cuando se lee la versión del propio responsable directo del hallazgo,
el arabista Gustavo Turienzo, que plantea variantes importantes respecto al
anterior. Dado su interés para este aspecto de la historia del supuesto Grial,
a continuación reproduzco parte de sus declaraciones en una entrevista
aparecida en la prensa local de León con motivo de la publicación de Los Reyes
del Grial:
“- ¿Y eso se lo comunica a la doctora Torres
Sevilla?
- Así es, cuando regreso a España se lo di a
conocer y le dije que eso estaba en la Biblioteca Nacional de Egipto. Lo que le
llamó poderosamente la atención.
- ¿Escribió usted algo al respecto ante este
importante hallazgo?
- No.
- ¿Me está diciendo que uno de los temas más
controvertidos de la literatura artúrica sobre el mito del Grial, que muchos
historiadores y medievalistas darían un Potosí por publicarlos, usted se limitó
a darle curso comunicándoselo a una colega suyo?
- (sonríe)
Los caminos del Señor son inescrutables. Lo cierto es que cuando yo me fui de
El Cairo los documentos siguieron una deriva que ahora no voy a detallar. Y
cuando volví a buscarlos, los pergaminos ya no estaban en la Biblioteca
Nacional de El Cairo, sino en la de Al-Azhar, también en esa ciudad.
- Eso quiere decir que otras personas andaban detrás
de ellos…
- Sí, había muchas personas interesadas en ellos
tanto españolas como extranjeras dispuestas a cobrar la pieza.
- ¿Sabían entonces los especialistas que los textos
estaban ahí?
- Desde luego, había alguien que debía conocer ese
documento porque, como le digo, cuando volví a consultarlos ya no estaban en la
Biblioteca Nacional. También cabe la posibilidad de que esos documentos
pertenecieran a Al-Azhar y fueran trasladados temporalmente a la de El Cairo.
No lo puedo asegurar. Lo que sí puedo asegurar de que existía un viento de búsqueda
desde hacía años y eso los llevó hacia otro lado”.
Al margen de la naturaleza peregrinamente
sospechosa algunas de las respuestas de Turienzo («los caminos del Señor son
inescrutables»), el cotejo de los respectivos relatos de ambos investigadores
respecto a la forma en que se produjo el hallazgo de los dos documentos resulta
desconcertante. En primer lugar, su naturaleza supuestamente casual queda
totalmente anulada en estas declaraciones. En la propia introducción del libro
se califica el acceso a los pergaminos como «un afortunado e inesperado
descubrimiento», un «insospechado hallazgo» que habría sido «fruto del azar»
(pp. 15-16). La versión de Turienzo, en cambio, contradice esa versión, pues no
sólo «existía un viento de búsqueda desde hacía años», sino que «había muchas
personas interesadas en ellos».
Aparte de este aspecto, hay otro detalle muy
significativo y que se refiere a la cronología del acceso a los documentos. Según
el relato de Torres, Turienzo «localiza el manuscrito en la Biblioteca Nacional
de Egipto» tras ser enviado a Egipto en 2010.
La Introducción del libro así lo corrobora cuando
afirma que tan afortunado e inesperado descubrimiento «ocurría al mismo tiempo
que las revueltas árabes del norte de África» (p. 15). Sin embargo, en el
propio libro se indica que el citado arabista encuentra el primer pergamino, el
del rey de Denia, en el año 2006, en la Biblioteca Nacional de Egipto, siendo
con posterioridad trasladado el documento, en 2010, a la Biblioteca de al-Azhar
(p. 195) [del segundo documento, el de Saladino, sencillamente se indica que «en
2010 se encontraba en al-Azhar» (p. 199)]. La fecha de 2006 es corroborada por
el propio Turienzo en la citada entrevista.
Esta falta de claridad arroja serias dudas sobre
unos documentos a los que se atribuye una importancia central en la argumentación
sobre la autenticidad de la reliquia. La propia forma en que se presentan en el
libro no ayuda a despejarlas. En primer lugar, los documentos se presentan
traducidos, pero no se incluye una transcripción del original árabe. Asimismo,
provoca enorme perplejidad el escaso interés de los autores por establecer su
cronología, un aspecto determinante para establecer su autenticidad.
Gustavo Turienzo se limita a señalar que «probablemente»
ambos se remontan a época tardomedieval (aproximadamente, el siglo XIV) (pp.
196 y 199). Esta ambigua datación se basa, además, en argumentos desconocidos,
dada la completa ausencia de toda clase de análisis paleográfico, diplomático o
radiocarbónico de los pergaminos. La falta de atención hacia el estudio de los
documentos resulta bastante significativa, dada su ya señalada relevancia, y
alimenta las dudas sobre su autenticidad.
No resulta posible, sin disponer de los propios
documentos, proceder a una crítica más elaborada sobre su naturaleza y características.
Pese a ello, las circunstancias que rodean a su hallazgo, tal y como ha sido
narrado por sus protagonistas, así como la propia manera en que los autores los
presentan en el libro, son argumentos suficientes que legitiman la adopción de
una actitud muy escéptica. A estas dudas relativas a elementos clave de la base
empírica se suman otros aspectos de la argumentación de los autores que
alimentan la misma perspectiva.
La
teoría de la conspiración
Junto a la pretensión de haber elaborado un estudio
«definitivo» sobre una supuesta reliquia religiosa y a las desconcertantes
circunstancias que rodean el «hallazgo» de los dos documentos árabes que los
autores consideran, asimismo, «definitivos» a la hora de establecer la
autenticidad de la reliquia, existe un tercer aspecto que, digámoslo así, no
contribuye a mejorar la credibilidad de las pretensiones de Torres y Ortega.
Como decíamos más arriba, las reliquias fueron
objetos preciados que contribuían a otorgar legitimidad al poder político
durante la Edad Media. El propio rey Fernando I fue el responsable del traslado
a León en 1063 de los restos de Isidoro de Sevilla, una operación destinada a
fortalecer a la monarquía leonesa y a consolidar sus vínculos con la tradición
gótica, situándola así por encima de los restantes poderes cristianos
peninsulares. Lógicamente, las fuentes de la época dejaron registro de esta translatio, atribuyendo al rey el mérito
de su consecución.
Como recuerda Patrick Henriet, cuando Fernando I
logró hacerse con dichas reliquias fueron recibidas en León con toda la
publicidad que exigía una ocasión tan memorable [algunos de los comentarios
suscitados al hilo de la reseña del profesor Henriet revelan de modo bastante
fiel el talante de los seguidores de esta clase de subproductos historiográficos:
en efecto, el investigador francés es calificado como «gabacho envidioso» por
un indignado partidario de la autenticidad de la reliquia.]. Si la presencia de
reliquias vinculadas a un personaje local como Isidoro era motivo suficiente
para generar toda una literatura propagandística, ¿qué cabría esperar si estuviéramos
hablando de un objeto perteneciente al mismísimo Jesucristo? Pues bien, lo
cierto es que las fuentes históricas acreditan que ni los reyes de León ni los
miembros del clero de San Isidoro sostuvieron jamás que el denominado Cáliz de
Doña Urraca tuviese relación alguna con el Santo Grial.
Se trata de uno de los aspectos más desconcertantes
de la obra reseñada, pues, como bien ha señalado Patrick Henriet, «cualquier
persona mínimamente sensata se preguntará por qué ningún documento leonés,
regio o eclesiástico, medieval o moderno, haga alusión alguna a la presencia
del Grial en León». ¿Cómo se explica, entonces, la pretensión de Torres y
Ortega de identificar el Cáliz de Doña Urraca con el Grial de Jesucristo?
La respuesta a este interrogante constituye uno de
los aspectos más inverosímiles de la obra reseñada. En efecto, los autores
sostienen que la posesión de la reliquia se mantiene «en secreto», actitud que
se explica por la prudencia del rey Fernando I, ya que el anuncio de la
presencia del Santo Cáliz en León podría acarrear tensiones, tanto políticas
como religiosas. El argumento es llamativo: se trata de un «robo a la Iglesia
ortodoxa», de modo que «su divulgación lleva consigo más perjuicios que beneficios»
(p. 147).
No sé si existe algún caso conocido de ocultamiento
voluntario de una reliquia por parte de alguna monarquía o institución eclesiástica
medieval. Como se ha dicho, la utilidad de estos objetos radicaba,
precisamente, en su condición de instrumentos de propaganda, ya que servían
para dar prestigio y legitimidad a las autoridades políticas y religiosas. No
parece tener mucha lógica disponer de una pieza tan importante y ocultar a todo
el mundo su existencia debido a supuestos complejos o temores que, en realidad,
no aparecen mencionados ni citados en la documentación. El argumento de Torres
y Ortega constituye, por lo tanto, una mera especulación forzada por la
necesidad de justificar lo insólito: la monarquía leonesa jamás pretendió
albergar la reliquia del Grial.
La idea del «secreto» motivada por el complejo
derivado del «robo» a la Iglesia ortodoxa representa uno de los más
extravagantes argumentos utilizados por los autores del libro. El retorno de
una reliquia tan preciosa a una monarquía católica, fiel a los dictados de
Roma, difícilmente podría haber sido concebida por sus propios protagonistas
como un «robo». Recordemos que las relaciones entre las Iglesias de Roma y
Constantinopla habían pasado por toda clase de problemas y dificultades, y que
la ruptura definitiva entre ambas se produjo justamente en 1054, es decir, un año
antes de la supuesta llegada a León del supuesto Santo Cáliz. No parece, pues,
que el marco internacional de las relaciones entre la Iglesia Católica de Roma
y las Iglesias orientales justifique la pretensión de que el traslado de una
reliquia a Occidente pudiera entenderse como un «robo» que hubiese que ocultar
sino, en todo caso, como la restitución a la verdadera y legítima Iglesia de un
testimonio fundamental de la vida de Jesucristo.
En una obra de esta naturaleza no podía faltar el
recurso a la teoría de la conspiración, ultima
ratio a la que se ven forzados a acudir Torres y Ortega para sostener buena
parte del andamiaje de su argumentación. Una conspiración de silencio para
ocultar lo que, en buena lógica, debería haber sido un fenomenal timbre de
gloria para la monarquía leonesa y en la que habrían estado implicados no sólo
el rey y su entorno familiar inmediato, sino los propios clérigos de San
Isidoro, depositarios de la custodia de la reliquia. Conspiración a la que se
habrían sumado los cronistas, entre ellos el anónimo autor de la Historia silense o Historia legionense, obra probablemente surgida en el entorno de la
Colegiata de San Isidoro, el cual, al narrar los últimos momentos del rey
Fernando I, describe que el rey fue llevado a la iglesia «con la corona en la
cabeza y el ornato regio». A tenor del silencio de la crónica, parece extraño,
como sugiere Carlos Javier Taranilla de la Varga, que quien había obtenido
semejante reliquia no quisiera tenerla a su lado en sus últimas horas.
La argumentación de los autores en relación con
este aspecto suscita, por lo tanto, dudas más que razonables. ¿Es lógico pensar
que, siendo las reliquias objetos de un gran valor político, ideológico y
religioso, la posesión de una de las más importantes vinculadas a la figura de
Cristo se hubiera mantenido oculta? Si las reliquias eran instrumentos de
propaganda política, ¿qué sentido tenía mantenerlas en secreto? Estos interrogantes
no quedan resueltos por los autores y se suman a las que plantean las
cuestiones ya comentadas con anterioridad.
Una
obra comercial estratégicamente diseñada
Las consideraciones previas, relativas a la
estructura argumental de Los Reyes del
Grial, deben complementarse con otras relacionadas con el propio impacto de
la obra, que ha alcanzado unas proporciones considerables en tres planos
distintos: editorial, mediático y político.
Los libros de historia académicos raramente suelen
ocupar lugares destacados en las listas de ventas. Tampoco resulta nada fácil
que los medios de comunicación se interesen por las investigaciones y
publicaciones de los historiadores, sobre todo de los medievalistas. Muy al
contrario, Los Reyes del Grial ha
logrado superar estas dos dificultades, habiendo alcanzado un impacto editorial
que sólo cabe calificar de espectacular. En el momento de redactarse estas líneas,
la página web de La Casa de Cordelia informa de que ha alcanzado su quinta
edición, habiéndose, asimismo, publicado versiones inglesas en Reino Unido (Kings of the Grail, Michael O’Mara
Books) y Estados Unidos (Kings of the
Grail, Penguin) No menos revelador que el éxito editorial del libro resulta
su impacto mediático, de un calibre sólo reservado, en materia historiográfica,
para obras que abordan temas de esta naturaleza. En efecto, los principales
medios de comunicación internacionales ( The
Guardian, The Times, Le Figaro, New York Post), así como algunos nacionales ( ABC o El diario.es,),
aparte de los locales, se hacían eco de la edición de Los Reyes del Grial.
A este interés de los medios de comunicación
escritos se suma el de la propia televisión, como denota la presencia de uno de
los autores de Los Reyes del Grial en
el más conocido y popular programa español especializado en ocultismo y
esoterismo [el titular que figura en la página web del programa no deja dudas
sobre las pretensiones de la autora: «Este cáliz estuvo en las manos de Jesús
de Nazaret»], algo que revela, sin lugar a dudas, el tipo de público al que se
dirige la obra. Estamos ante un libro escrito para complacer a una audiencia
determinada. No, desde luego, a la perteneciente al ámbito académico, del que
forman parte los autores. Tampoco se trata de una publicación divulgativa,
orientada a difundir el conocimiento histórico entre un público amplio. Los
destinatarios reales de este libro son, sencillamente, la legión de seguidores
que cada semana viajan en «la nave del misterio», con un destino que, desde la
perspectiva historiográfica, resulta tan incierto como la autenticidad del
Grial leonés.
Con toda probabilidad, esta proyección mediática no
resulta ajena a la dimensión política que Los
Reyes del Grial ha llegado a alcanzar. Tras la publicación de la obra en
abril de 2014, las visitas a la Colegiata de San Isidoro de León se
incrementaron de tal manera que fue necesario habilitar un nuevo espacio para
acoger a los visitantes que acuden en masa a visitar la supuesta reliquia.
Algunos políticos vieron con rapidez el filón, de tal modo que Margarita Torres
pasó a integrar la candidatura del PP a las elecciones municipales de León en
mayo de 2015, desempeñando, en la actualidad, el puesto de concejal de Cultura,
Patrimonio y Turismo de su Ayuntamiento.
La existencia de conexiones directas entre la obra
y este nombramiento no constituye una mera especulación personal, sino que ha
sido reconocida de manera explícita: durante la campaña electoral a las
elecciones municipales, la presencia del Grial en León fue utilizada como
instrumento de propaganda por Margarita Torres, la cual se lamentaba, en otra
entrevista, de que el equipo de gobierno municipal anterior al actual no
prestase atención al asunto de la supuesta reliquia. Por su parte, el actual
alcalde de León, Antonio Silván, proclamaba antes de las elecciones su condición
de «auténtico convencido de la fuerza que en todos los sentidos tiene el Santo
Grial». El decidido apoyo del entonces candidato a la alcaldía parece haber
dado bastante juego durante la campaña electoral, al menos a tenor de las
informaciones aparecidas en medios locales.
Vistos los resultados, el éxito de Los Reyes del Grial debe haber colmado
todas las posibles expectativas. Se diría que estamos ante una gran operación
editorial, mediática, publicitaria y política que ha constituido un
espectacular éxito. La valoración académica de la obra, en cambio, ha de ser
muy distinta. Como afirma Patrick Henriet, en esta obra «abracadabrante», el «oficio
de historiador», tan querido de Marc Bloch, queda ridiculizado.
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